La mayoría de cronistas políticos de la tribu han escarnecido con entusiasmo la procesión de Laura Borràs camino del TSJC, un paseíllo descafeinado, sin las ancestrales aglomeraciones del independentismo ante el tribunal, y con la presidenta de Junts repartiendo abrazos sin la cúpula (y los alcaldables geriátricos) del partido que preside, con la única compañía del desdichado Quim Torra. A mí, quizás porque me han educado en el mismo colegio judeocristiano y catalanista de la prota en cuestión, el desfile de Laura me ha sugerido más bien el cúmulo de un cinismo procesista que tiene poco que ver con su mártir primordial. Primero, porque ya tiene gracia ver a los políticos que se afanan por devolver a Convergència impostando respeto por eso de trocear contratos (presuntamente), una práctica ancestral del municipalismo que la mayoría de administraciones todavía perpetran.
También tiene cachondeo que al procesismo convergente ahora le coja un ataque de rectitud con la legalidad española, cuando durante los últimos lustros todo dios aceptó con aplausos sonoros la táctica del masismo, según el cual a la independencia se tenía que llegar trampeando el derecho penal de los enemigos (el éxito del tema, lo conocemos de sobra). Las tácticas de supervivencia de Laura Borràs, en efecto, son una cosa de aficionados si las comparamos con cómo el Astuto y sus amigos pretendían hacernos tragar que podríamos derrotar al elefante haciendo de ratoncitos listos y engordando la nómina de nuestros abogados estrella. Como he escrito muchas veces, Borràs es el resultado de la ética convergente, ahora exhibida con una cierta retórica octubrista y toneladas de selfies. Ver todos los maestros y padres de la criatura huyendo como ratas cuando la encausan, mientras resucitan a Jordi Pujol, es delirante.
Borràs es el resultado de la ética convergente, ahora exhibida con una cierta retórica octubrista y toneladas de selfies. Ver todos los maestros y padres de la criatura huyendo como ratas cuando la encausan, mientras resucitan a Jordi Pujol, es delirante
Contrariamente al tópico que ha descrito el caso Borràs como un ejemplo de lawfare (a saber, cargarse o deslegitimar a un rival político a través de la burocracia del derecho), el asunto de la Presidenta del Parlamento explica perfectamente cómo el catalanismo pudo surfear la ley española a base de pactar la rendición del país con Madrid a cambio de que los jueces no tocaran mucho la pera ante las estratagemas que los convergentes utilizaban para enriquecerse. Lo importante, en definitiva, no es saber por qué el estado persigue con sadismo a Laura (que lo hace, pues las penas que se le piden son absolutamente iracundas), sino justamente por qué no escrutó las mismas (presuntas) conductas durante lustros, cuando sus protagonistas las exhibían con mucha más alegría que un par de audios y cuatro correos electrónicos inoportunos. Los ausentes en la pasarela saben muy bien de qué hablo.
A mí el resultado del juicio en cuestión me es bastante indiferente, porque aquello importante del caso Borràs será averiguar si los restos de octubrismo que encontramos en el catalanismo conservador sobrevivirán una sentencia de la judicatura enemiga. En otras palabras, habrá que ver si aquello que (de momento, solo en términos retóricos) hay de desobediencia en el independentismo acabará domesticado por el espectáculo de una sanción puramente administrativa. Si hacemos caso al pasado reciente, diría que pactos políticos como los indultos y la rebaja de la sedición no han conseguido mitigar la fuerza de la vía unilateral, como así querrían Junqueras, Pujol y Xavier Trias. En este sentido, el futuro de Borràs, como la mayoría de personajes literarios, dependerá de cómo gestione un capital político que va más allá de Twitter porque, de momento y en cuanto a Junts, la presidenta ha conseguido ganar todas las batallas en las que ha jugado.
Durante las próximas semanas, nos entretendremos con el juicio, que no deja de ser la segunda parte (todavía más imitada) de la comedia de Marchena con los mártires del procés. Mientras vaya pasando la cosa, cuando menos, ruego a los colegas convergentes que tengan la bondad de no escarnecer unas prácticas que inventaron ellos mismos. Y también sugiero a los conciudadanos que hagan poco cachondeo con eso de tener tratos con narcotraficantes: los he conocido muy de cerca y puedo certificar que acostumbran a ser unos comerciantes educadísimos, de puntualidad ejemplar, y uno de los eslabones imprescindibles del pequeño comercio de nuestra casa.