Nunca sabes qué día tu vida puede cambiar para siempre. El día que la mía lo hizo era jueves, como hoy, hacía una tarde lóbrega de octubre y la gente que paseaba con sandalias empezaba a hacer cara de pasar frío. Vagando por el Gòtic, me tropecé con una tienda de segunda mano denominada Amore y cuando entré, haciendo justicia al nombre del negocio, me enamoré de una gabardina de entretiempo larga. No era exactamente beige, sin embargo, sino de color camel, como de helado de almendra. Inmediatamente pensé que por el diseño era propia del detective Colombo, pero que por el tono cromático más bien habría hecho las delicias de la directora de vestuario de una peli como American gigolo y la compré sin dudarlo ni un segundo.

La sorpresa fue cuando, caminando por la calle de la Palla con la flamante gabardina nueva, puse la mano en el bolsillo y encontré un carné: era la credencial de socio a la Asociación Catalana de Amigos del Invierno, y el propietario de la prenda de ropa, según decía la tarjeta, era el vicepresidente. En el dorso lo decía muy claro: "Este carné no es unipersonal y el título de Vicepresident lo ostentará cualquier mamífero racional que vista este trench coat y ame el invierno, el olor de chimenea y la pintura de Rembrandt". Sorprendido, llegué a casa y le dije a Haidé que ahora ya no me llamara Pep, sino Sr.Vicepresident.

Si explico todo eso, precisamente, es porque el cargo que ostento tiene unas obligaciones morales, como recordar una cosita a todos los que en las últimas semanas habéis osado despreciar, humillar y olvidar el invierno: queridas y queridos, aunque siempre tengáis prisa por matarlo, por suerte el invierno no muere nunca tan fácilmente como querríais y todavía agonizará unos cuantos días más, según dicen los meteorólogos. ¿Sabéis por qué? Porque tiene la resiliencia de Giotto construyendo la cúpula del Duomo de Florencia aun sabiendo que nunca la vería acabada: su obra no busca la dopamina de la inmediatez, sino que es un favor a la eternidad. Parece mentira que no lo sepáis.

Sin embargo Catalunya es un país pequeño en casi todo, por eso desde 1974 la responsabilidad de llevar gabardina solo recae en una persona: Johan Cruyff, que aquel año le tomó el relevo a Joan Perucho, el anterior catalán que había podido vestirla en nuestra casa. Según he sabido, el genio holandés fue el presidente de la Asociación Catalana de Amigos del Invierno hasta que la última junta directiva, como| le pasó también en Can Barça, lo obligó a devolver la insignia de honor el año 2013. Desde entonces ningún otro catalán puede llevar dignamente una gabardina, ya que automáticamente es considerado un carterista, un vendedor de cromos en las esquinas del Mercado de Sant Antoni o, en el peor de los casos, un exhibicionista de los que en un momento dado puede entrar en un negocio de uñas o un horno 365, desabrocharse el cinturón y enseñar la pilinga delante de dos jubiladas que toman un cortado.

Desgraciadamente los Amigos del Invierno sufrimos una durísima persecución en nuestro país, tal como demuestra el hecho que en los últimos días hasta tres personas en el trabajo se han burlado de mí al verme llegar con la gabardina, que me va larga hasta más abajo de las rodillas y solo me deja a la vista los zapatos. En estos días de engaño primaveral y de gente que a la mínima ya opta por las sandalias con la falsa esperanza de un verano que todavía no llega, los resistencialistas del invierno sufrimos el rechazo de la sociedad mientras nos aferramos a los dieciséis grados del atardecer, a 'la fresqueta' de primera hora y a la certeza que, como dijo Fabrizio de André en Inverno, himno de la Cuarta Internacional de la Asociación Mundial de Amigos del Invierno, "la terra stanca sotto la neve/ dorme il silenzio di un sonno greve/ l'inverno raccoglie la sua fatica/ di mille secoli, da un'alba antica". Porque estos primeros días de fotos en la playa, primeros cafés con hielo y últimos dilemas sobre si quitar o no el nórdico, algunos apreciamos que, como dice la canción, el invierno acabe de recoger su fatiga de mil siglos desde una alba antigua.

La gabardina a finales de mayo, pues, no es una triste prenda de vestir, sino una filosofía y una manera de entender la vida. Posiblemente es el último consuelo que nos queda a los amantes del cuello alto, las bufandas y los días que mueren sobre las cinco y media de la tarde, por este motivo nos aferramos a ellas como quién coge la mano de la madre antes de una extracción de muela sin anestesia. Ellas nos esperan y siempre están allí, por eso los cárdigans de entretiempo salen a pasear diez miserables días el año y las gabardinas, en cambio, aguantan veinte años en el armario. Tantos, de hecho, que cuando cambian de propietario no solo siguen funcionando cuando el invierno no es bastante invierno y el verano no es bastante verano, sino que convierten a alguien como yo, un ciudadano civil, normal y corriente, en directivo de un lobby tan importante como el que vicepresido desde aquella tarde lóbrega en la cual la gente que caminaba con sandalias empezaba a hacer cara de pasar frío. Como hoy y ojalá como mañana, pasado mañana y el otro, ya que si bien es cierto no hay nada eterno, como mínimo que el inicio de las altas temperaturas y los días de sol tórrido nos pille tan elegantes y viviendo la vida con tan buen juego como Johan Cruyff antes de una final. Sin temor a ser distintos y tozudos. Es decir, sin miedo alguno a asumir la muerte definitiva del invierno, la más cruel de las derrotas.