Ayer fue represaliado. Y tienen razón los que temen a Agustí Colomines y también los que le envidian. Son unos cuantos. Alto señor de la inteligencia y de la oportunidad vital, es un inquietante rival político y un intelectual vivo, capaz como pocos, propietario además de un carácter severo, muy exigente, incisivo, siempre peligroso. Intimida al más pintado. No, no lo verán nunca haciendo el fanfarrón en ninguna reunión social, ni hablando más de la cuenta, ni reclamando atención alguna, ni presumiendo de sus proezas ni saliendo en las fotos de los ociosos que hacen ver que leen libros, que son algo. No lo necesita porque tiene otras preocupaciones, no exactamente autobiográficas. De hecho, es secretamente uno de los principales arquitectos de la independencia de Catalunya, uno de los intelectuales que han pensado más y mejor sobre el derecho a la libertad de nuestro país y que ha intervenido —a veces sin fortuna— para tratar de llegar a algo, de poner un poco de orden y de cordura en la permanente algarabía de nuestros políticos soberanistas. Sin querer nunca formar parte de ellos, claro. Colomines sabe muy bien que quien comete el error de hacer carrera política tiene que estar dispuesto a perder su libertad de pensamiento, la capacidad de discrepar y de comportarse como lo que realmente es, un intelectual político, un activista ilustrado. Por todo ello le acaban de represaliar, expulsándolo de su cargo a la Generalitat de Catalunya. Los agentes del españolismo, Xavier García Albiol, Carlos Carrizosa y Miquel Iceta prueban de esta manera de neutralizarlo, de darle un escarmiento, de evitar que continúe trabajando contra el bozal del 155, contra la operación de castigo y de asimilación que España ha emprendido carniceramente sobre Catalunya. Dan risa, estos sicofantas. Han conseguido poner su cese sobre la mesa del Consejo de Ministros que preside M. Rajoy y se creen a saber qué. El poder de Colomines, que es auténtico, y temible, no proviene de un simple cargo. Una cosa es la potestad y otra bien distinta es la autoridad, el prestigio, que suscita un poderoso intelectual político como él.
Esquivo e infatigable, Agustí Colomines ha sido hasta ayer director de la Escuela de la Administración Pública de Catalunya, convencido de que la independencia de Catalunya sólo es deseable y, por tanto, inevitable, si es algo más sustantivo que la simple sustitución de una bandera por otra. Era su puesto de trabajo natural. El Estado catalán sólo tiene sentido si se convierte en algo más, en un proyecto factible con contenido, en una estructura que no enajene en modo alguno a los administrados y preserve su libertad inherente, su pleno desarrollo humano como ciudadanos, de acuerdo con el herencia política de Enric Prat de la Riba, también pensador y político, también represaliado por la brutalidad del Estado español. La trayectoria de Agustí Colomines, desde esta perspectiva, no es ninguna improvisación ni casualidad. Hijo del médico y escritor Joan Colomines, político perseguido por el franquismo, formó parte, muy joven, de Bandera Roja, como otros destacados intelectuales de su generación. De hecho, no fue nunca demasiado comunista ni ortodoxo en nada, ni se dejó intimidar por aquella gran superstición intelectual llamada marxismo, inevitablemente criminal cuando consigue hacerse con el poder de una administración pública, de un Estado. Al contrario, es básicamente un historiador y un pensador del fenómeno de la libertad como valor político de las sociedades contemporáneas. Secretario parlamentario y discípulo de Josep Benet, Agustí Colomines ha continuado el estudio del catalanismo político de las clases populares iniciado por su maestro Josep Termes y, también, se ha convertido en un experto internacional en el nacionalismo irlandés y en el terrorismo del grupo independentista IRA, así como un estudioso del nacionalismo como fenómeno político de las libertades colectivas e individuales.
El dinámico activismo político de Agustí Colomines, sin complejos y siempre libre, ha hecho olvidar a algunos la solidez de su personalidad intelectual, comparable sólo a la de otros grandes hombres del catalanismo histórico, como Carles Rahola, Antoni Rovira i Virgili o Lluís Nicolau d'Olwer, más preocupados de construir el país que de sus respectivas biografías personales. Cualquier país se sentiría orgulloso de contar con un pensador y actor político de la solvencia y el rigor del profesor Colomines, de contar con su constancia patriótica, de contar con su mirada transgresora al tiempo transversal entre derechas y izquierdas, entre partidos políticos y sociedad civil. Como intelectual soberanista fue durante un largo periodo director de la fundación vinculada a Convergencia Democrática de Cataluña y ha sido, sobre todo, uno de los principales asesores de las presidencias de Artur Mas y de Carles Puigdemont, colaborador necesario de algunas de las recientes grandes victorias políticas del independentismo. Responsable, entre otros, del giro separatista del centro-derecha catalanista, estimuló la ruptura histórica del partido fundado por Jordi Pujol con el Partido Popular de España y la alianza estratégica con Esquerra Republicana de Catalunya y con otras formaciones independentistas para la construcción de un Estado catalán independiente. Un Estado nuevo y moderno que debería fundamentarse en la libertad irrenunciable de sus ciudadanos y dejar definitivamente de combatirla, de pervertirla. Porque es ir contra el sentido de la historia. Si los hombres antiguos luchaban contra los dioses los modernos luchamos vitalmente contra las instituciones, contra la administración, contra la tiranía del Estado caduco y retrasado que devora a sus hijos, como hace tiempo nos enseñó un pequeño judío de Praga llamado Franz Kafka, de feliz memoria.