Comienza la cuenta atrás para la investidura del nuevo president de la Generalitat. Y por ahora lo hace sin que el presidente del Parlament, Josep Rull, haya tenido que poner ningún nombre en la línea de salida. Hoy tenía que ser el primer asalto, pero ni Salvador Illa ni Carles Puigdemont se han querido exponer a una elección fallida al no tener los apoyos necesarios para llegar a la meta y prefieren reservarse para más adelante. Así que todos ganan tiempo, y sobre todo el líder de JxCat que, como esta vez ha dicho que sí volvería de verdad y el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena todavía no ha retirado la orden de detención, a pesar de haber entrado en vigor la ley de amnistía, sabe que será arrestado tan pronto como se tenga constancia de que está en Catalunya y ya le va bien, por tanto, esperarse para tratar de no tener que entrar en la cárcel. Con el límite, eso sí, que si de aquí a dos meses, el 25 de agosto, no hay ningún acuerdo, automáticamente se tendrán que repetir las elecciones. De manera que si no lo quieren se tendrán que pasar el verano negociando.

En un escenario de nervios, quien los tiene más a flor de piel no son, sin embargo, los aspirantes a ocupar el palacio de la plaza de Sant Jaume de Barcelona, sino quien puede hacer decantar la balanza hacia un lado o hacia el otro, ERC. Basta con repasar los movimientos de los últimos días para darse cuenta de que, efectivamente, no se aguanta de los nervios. Basta con el numerito en torno al pacto con el PSC para incorporarse al gobierno de Jaume Collboni en el Ajuntament de Barcelona, con el manifiesto de dirigentes disfrazados de militantes que señala la puerta de salida solo a Oriol Junqueras, porque ellos quieren quedarse, o con las declaraciones a menudo contradictorias entre miembros de la cúpula para entender que el momento que atraviesa el partido es grave. Y no es de extrañar, porque la formación republicana, a pesar de tener la llave de la investidura, es la que ha salido más malparada del ciclo electoral de cuatro comicios en dos años que se ha acabado con los europeos del 9 de junio.

ERC es el partido del bloque soberanista —del que también forman parte JxCat y la CUP— que más votantes ha perdido en este tiempo y al que más ha castigado la abstención creciente de los electores independentistas. En las elecciones municipales del 28 de mayo del 2023, de los 350.559 que se quedaron en casa, 302.274 fueron suyos. En las españolas del 23 de julio del mismo 2023 la cifra se eleva hasta 408.839, de un total de 690.962. En las catalanas del 12 de mayo de este 2024 las pérdidas continúan creciendo y se sitúan en el punto máximo con 508.726 sufragios de 849.459. Y en las europeas del 9 de junio, también del 2024, el retroceso no es tan acentuado, aunque pierde 372.792 votos de 923.224, porque esta vez la palma se la lleva JxCat con 550.432 votantes menos. Fruto de tantos batacazos seguidos, tras los últimos comicios catalanes empezaron a moverse cosas, muy tímidamente de entrada, pero que a medida que han avanzado los días se ha convertido en una especie de batalla campal, para intentar parar el golpe y tratar de enderezar la situación.

Los problemas internos en ERC siempre llegan cuando la dirección se acerca al PSC y nunca cuando lo hace a CiU o a JxCat. Históricamente, la militancia ha priorizado el eje nacional catalán-español al ideológico izquierda-derecha y parece mentira que los dirigentes cometan, cíclicamente, el error de ignorarlo

Pere Aragonès renunció a continuar como diputado, Marta Rovira anunció que no se presentaría a la reelección como secretaria general y Oriol Junqueras fue el más ambiguo de todos con un pronunciamiento típicamente jesuítico, según el cual se apartaba de la dirección, pero solo temporalmente porque esperaba poder volver muy pronto. Se las prometía muy felices el presidente de ERC, a pesar de haber sido el máximo responsable de los designios del partido de estos últimos años, pero el inesperado manifiesto teóricamente de militantes le ha obligado a tocar de pies en el suelo y a constatar que su etapa como dirigente principal de la formación se ha terminado. Un manifiesto que pide renovación y que, curiosamente, firman los que hasta ahora han formado parte del aparato que la ha dirigido, no fuera caso que fueran ellos quienes se quedaran sin silla. El debate interno ha empezado y, por ahora, es difícil prever cómo acabará, sobre todo porque se intuye un divorcio entre la cúpula que quiere investir a Salvador Illa como nuevo president de la Generalitat y las bases que prefieren hacerlo con Carles Puigdemont. Es decir, la eterna disputa entre ponerse al lado del PSC o de JxCat (antes CiU).

Y es que no hay que olvidar que precisamente Oriol Junqueras, de hecho, llegó a la presidencia de ERC tras el descalabro interno provocado por los tripartitos con el PSC e ICV —el primero con Pasqual Maragall y el segundo con José Montilla— que habían protagonizado Josep Lluís Carod-Rovira y Joan Puigcercós, y le tocó rehacer la formación virando hacia la sombra de la CiU que entonces comandaba Artur Mas. La misma situación que va camino de reproducirse ahora, pero con él al otro lado, a punto de coger los bártulos para marcharse, y una cara nueva que le relevará para hacer exactamente lo mismo que él hizo años atrás. Es sintomático, en todo caso, constatar que los problemas internos en ERC siempre llegan cuando la dirección se acerca al PSC y nunca cuando lo hace a CiU (antes) o a JxCat (ahora). Históricamente, la militancia ha priorizado el eje nacional catalán-español al ideológico izquierda-derecha y parece mentira que los dirigentes cometan, cíclicamente, el error de ignorarlo. Que es exactamente lo que vuelve a suceder ahora.

Esta vez con el señuelo de una financiación llamada singular para Catalunya, al estilo del concierto económico que poseen Euskadi y Navarra y del pacto fiscal que tiempo ha pidió también sin éxito el propio Artur Mas —en este caso porque topó con la muralla del PP—, que ERC exige como condición para investir al exministro de Sanidad, pero que el PSOE ya ha dejado claro que no piensa conceder. Una negativa que a Carles Puigdemont le va bien para terciar en la polémica y elevar el precio del apoyo de JxCat a Pedro Sánchez y, de paso, mirar si puede sacar algo para la suya, de investidura, con permiso de nuevas y enfermizas acusaciones judiciales ahora —lo que faltaba para el duro— por alta traición. Mientras tanto, el partido que comanda provisionalmente Marta Rovira marea la perdiz en torno a una nueva financiación autonómica, tenga el nombre que tenga, del mismo modo que lo hizo con el traspaso integral de Rodalies o que JxCat lo hizo con el traspaso también integral de las competencias de inmigración, de las que luego no se ha sabido nada más.

O ERC inviste a Salvador Illa junto con el PSC y Comuns Sumar aunque luego se quede fuera del gobierno o habrá que repetir las elecciones, porque cualquiera de las otras hipotéticas soluciones -la unión de JxCat, ERC y la CUP para investir a Carles Puigdemont con la abstención del PSC o la sociovergencia entre JxCat y el PSC- está más que descartada. De momento, la presión entre todas las partes se ha intensificado y ha empezado la auténtica guerra de nervios. Quien sepa controlarlos y mantener la calma dedicando el tiempo de las vacaciones a la negociación para la investidura será quien finalmente se saldrá con la suya. En especial porque los primeros interesados en que no se tengan que volver a poner las urnas son ERC y JxCat, dado el margen de mejora del que todavía disponen.