“No se puede llamar genocidio” dicen indignados. ¿Matanza pues? Porque objetivamente es evidente que se está produciendo una matanza. Al final es un debate semántico aberrante ante la catástrofe. Pero muy catalán, por esta necesidad tan catalana de tener que tomar partido desaforadamente. La cuestión del conflicto eterno entre Israel y Palestina o el mundo árabe es un buen ejemplo. Alinea —o incluso enajena— a unos u otros incondicionalmente, apasionadamente. También dentro del mundo independentista. Como si todo fuera un blanco o negro bien perceptible y ante el cual no se pueden expresar dudas. Solo certezas categóricas. Que también las hay, por supuesto.
Dejémoslo dicho de entrada, la irrupción salvaje del 7 de Octubre de 2023 de centenares de milicianos de Gaza en territorio israelí fue una matanza macabra, con rasgos de salvajada medieval. Las imágenes de las mutilaciones y los asesinatos indiscriminados a todo lo que se movía fueron una exhibición degenerada de un odio infinito. Es injustificable y solo se explica por una lógica enloquecida de unos milicianos tan fanatizados como desesperados.
Y digámoslo también claro. El derecho a la legítima defensa que desde entonces esgrime Israel para justificarlo y que sin compasión ni contención de ningún tipo exhibe el Tsahal, el Ejército más moderno y eficaz del mundo, es la manifestación de una venganza prepotente transformada en carnicería, en una matanza criminal que, por la magnitud y constancia, se parece a un genocidio de acuerdo con lo que entiende por genocidio las Naciones Unidas.
El TN del Migdia del sábado informaba de que el balance del día era de 32 gazatíes muertos. A la víspera eran 64, progresamos bien. Las Fuerzas de Defensa de Israel han matado ya a más de 42.000 personas solo en la Franja de Gaza, según la ONU. Heridos aparte, que se cuentan por centenares de miles. Después están los muertos en Cisjordania. O en el Líbano. Personas, efectivamente, aunque para algunos fanáticos de la causa sean escarabajos que no merecen ninguna consideración. Los cadáveres de este tipo de guerra suman decenas de miles más que el cómputo sumatorio de los costes humanos globales de la Guerra de los Seis Días de 1967 y del Yom Kippur de 1973.
Pero con una diferencia. No hay ninguna épica, no es el Ejército de Israel enfrentándose en solitario a sus homólogos de Siria, Jordania y el Egipto del fanfarrón Al-Nasser. Es una operación de castigo implacable sobre un territorio que es un inmenso campo de concentración al aire libre, entre el mar Mediterráneo y un muro de hormigón. Es como disparar desde una atalaya a unos ratones que se dispersan alocados dentro de una jaula gigante de la cual nadie puede escapar. Como mucho intentar esconderse, sobrevivir, bajo tierra o en medio de los escombros, mientras miles de soldados armados hasta los dientes lo asedian y descargan toda la mala leche que arrastran, toda la sed de venganza.
No hay escapatoria. No veremos columnas de refugiados que avanzan huyendo de la zona de conflicto humeante como ha pasado en Siria. No es que no quieran largarse los más de dos millones de gazatíes que viven en condiciones infrahumanas e intentan sobrevivir, es que están atrapados. Gaza es una inmensa ratonera, asediada por un Ejército que en un mes ya había matado a más gente que la Guerra de 1948 que propició la creación del Estado de Israel y la Nakba, la diáspora palestina. Para los palestinos, el equivalente a la Shoah judía.
Es una operación de castigo implacable sobre un territorio que es un inmenso campo de concentración al aire libre, entre el mar Mediterráneo y un muro de hormigón. Es como disparar desde una atalaya a unos ratones que se dispersan alocados dentro de una jaula gigante de la que nadie puede escapar
Entonces, en la guerra de la independencia, el coste en vidas humanas para Israel fue más de 6.000 personas, 4.000 de las cuales eran soldados. Por la parte árabe, la estimación de bajas fue de entre 10.000 y 15.000 muertos. Cabe decir que en las operaciones de limpieza étnica perpetrada entonces por los vencedores —a decenas de pueblos árabes enteros— se recurrió a todo tipo de salvajadas, incluida la violación como política de guerra. Más de 700.000 palestinos fueron expulsados, ahuyentados. Los supervivientes —más bien sus hijos y nietos— están todavía en los mismos campos de refugiados del Líbano y Jordania. O en la misma Gaza que en 1948 estaba en manos de Egipto.
De la ratonera de Gaza no se puede salir. Un desierto hostil de 300 km², como tres veces el municipio de Barcelona. Pero sin montañas. Una llanura. No existe ni la posibilidad de huir a la desesperada si no es lanzándose el mar pretendiendo burlar el asedio marítimo israelí.
Gaza es un laboratorio, una excepcionalidad mundial. Ni Afganistán, ni Iraq, ni Siria. Nunca en la historia de la humanidad se ha procedido a una guerra de las características de Gaza. La posibilidad de esconderse bajo tierra, esperando que los cimientos aguanten, o en medio de los escombros de algún edificio medio destartalado, es solo para intentar sobrevivir, a menudo en condiciones infrahumanas. O malvivir en un amontonamiento humano, sucio, sórdido, en algún rincón entre miles de frágiles tiendas de campaña. O al aire libre, pasando hambre y frío. Y a rezar, no debe quedar nada más. Rezar para que no te caiga ninguna bomba encima o una de aquellas balas perdidas tan cotidianas. Tanto da si eres periodista o médico y bien identificado. Cuando los hospitales no son un lugar seguro y las credenciales de prensa a veces incluso parecen ser una diana, ya está todo dicho.
Hay una película, Nizanim, que explica la heroica resistencia de un kibutz en medio de la nada, en 1948, durante el retroceso vanidoso del Rey Faruq de Egipto. No queda nada de aquella heroicidad admirable, ni de aquel modelo de vida comunitario e igualitario. Los actuales asentamientos, las colonias en Cisjordania, se parecen como un huevo a una castaña. Qué panorama tan desolador. Las colonias son la constatación de que la resolución de la ONU de dos pueblos dos Estados, si jamás fue verdad, es hoy una entelequia y una farsa. La actual matanza, una barbaridad.