Una de las cosas que más te sorprenden cuando viajas y paseas por un mercado asiático es encontrar marisco deshidratado de todos los tamaños y colores. Las tiras de calamar seco son un aperitivo común en Japón y otras regiones de la zona. Tienen un gusto saladito y son de textura inicialmente rugosa, pero a medida que la saliva los va hidratando, van adquiriendo una consistencia gomosa (similar a la de la sepia o el calamar cuando no están bien cocidos) que hace que los puedas ir masticando. Son como chicles con gusto de mar. A los humanos nos entretiene mascar sustancias que tienen gusto y una textura que no cede. Cuando yo era joven había unos chicles de la marca “Nina”, de un color rosa brillante y un gusto dulce indefinible (en teoría, de fresa), que contenían cromos coleccionables de chicas con trajes inverosímiles. ¿Quién no ha hecho burbujas de chicle y las ha estallado? A pesar de que las gomas de mascar nos pueden parecer una idea moderna del siglo XIX y XX (derivados de la goma y el caucho), todas las sociedades humanas tienen costumbres similares, pasando por mascar raíces de regaliz o ramas de hinojo, a mascar hojas de coca o porciones de tabaco, ya sea para notar un gusto agradable en la boca, o por la acción psicotrópica de sus componentes activos. Quizás no sabíais que, en la actualidad, los países del mundo donde más chicle se consume son Irán y Arabia Saudí, con un 80% de la población adulta que consume diariamente chicles. En Europa y los Estados Unidos, la media de consumición de chicles es de 1 a 4 chicles diarios.

De hecho, los humanos del Paleolítico y el Neolítico también tenían “chicles”. El más común era la brea (resina alquitranada) de la corteza de abedul. Esta resina es masticable y podemos encontrar las marcas de los dientes de los humanos que las mascaron hace 10.000 años. ¿Por qué se usaba esta brea mascada y estrujada? Seguramente era una manera de calentarla y fluidificarla lo suficiente para usarla como adhesivo, por ejemplo para fabricar herramientas donde una piedra cortada de sílex se tenía que unir a un mango de madera, como un hacha u otras herramientas que se tienen que blandir. Con la ayuda de este tipo de alquitrán y con la ayuda de cordeles se obtenía una herramienta consistente. Así, este tipo de brea se encuentra en muchos yacimientos antiguos. Quizás mientras mascaban la brea para convertirla en adhesivo le encontraron gusto (la resina tiene componentes antisépticos y podría servir para lavarse los dientes). O quizás fue primero la curiosidad de mascar y después le encontraron aplicación como adhesivo, no lo sabemos, pero en muchas poblaciones europeas antiguas encontramos restos de esta especie de chicles, ya que una cosa en la que los humanos actuales y antiguos nos asemejamos, es que cuando nos cansamos de mascar chicles, los tiramos al suelo.

Actualmente, con técnicas de genómica muy potentes, podemos extraer y analizar el ADN de nuestros ancestros a partir de estas gomas de mascar. Este ADN es antiguo (es decir, no está contaminado con ADN de humanos actuales) porque muestra señales de degradación específicas que se acumulan con el tiempo. También podemos datarlos correctamente con pruebas de datación de radiocarbono. En algunos casos, la información genética que se extrae permite compararlos con los humanos modernos y con el de los habitantes cazadores-recolectores (todavía en el Paleolítico o Mesolítico) o de los agricultores (Neolítico) de la época. Así podemos datar migraciones humanas. Hace poco, en un caso con cierto eco mediático, se descubrió un “chicle” de brea de abedul extremadamente bien conservado que había quedado enterrado en la orilla de una laguna salada en Syltholm (Dinamarca).

(Imagen del fragmento de brea de corteza de abedul encontrado en el yacimiento de Syltholm mostrando claramente señales de masticación. Fecha: hace 5800-5600 años. Extraído de Jensen et al. 2019, doi:10.1038/s41467-019-13549-9)

De esta goma de mascar de brea, de hace unos 6.000 años, se obtuvo la secuencia del genoma completo de la persona que lo había masticado. Sabemos que era una mujer de ojos azules, piel oscura y cabello moreno, que era intolerante a la lactosa (no presenta las mutaciones que permiten continuar expresando la lactasa en edad infantil y adulta), y que pertenece, genéticamente, a las poblaciones europeas antiguas, cazadoras-recolectoras, antes de que llegaran las emigraciones de Oriente Medio con conocimiento de la agricultura y ganadería (por lo tanto, pertenece a una población del período de transición del Mesolítico al Neolítico). También se pudo extraer ADN de un animal y dos plantas: pato, avellana y abedul. La presencia del ADN de abedul confirma que el “chicle” es de brea de abedul, pero los restos de pato y avellanas nos indican los ingredientes de su última comida justo antes de mascar y tirarlo. Como sabemos, en nuestra boca convive una diversa microbiota, por lo que también identificaron secuencias de hasta 689 tipos de bacterias diferentes, algunas de las cuales pueden causar enfermedades, como por ejemplo estreptococos (que causan neumonía), o problemas periodontales. También encontraron restos de ADN del virus Esptein-Barr, que puede pasar como asintomático o causar mononucleosis y otras enfermedades. ¡Toda esta información solo a partir de un fragmento de chicle!

Con estos antecedentes, me ha sorprendido que justo esta semana se haya concedido uno de los premios IgNobel (antítesis del Premio Nobel, que se otorga a artículos de investigación tildada de improbable) al trabajo publicado por investigadores del Instituto de Biología Integrativa de Sistemas de València que estudia el microbioma de los chicles tirados al suelo. Entiendo que para una persona de la calle esta investigación pueda dar risa de entrada, pero con lo que os acabo de explicar ya podéis pensar que se trata de una investigación seria y que se puede extraer una información muy valiosa. ¿Qué han hecho estos investigadores, en realidad? Pues han recogido 8 chicles del suelo de 5 localizaciones diferentes (desde Valencia hasta Singapur) y han analizado su microbioma. Evidentemente, inicialmente, las bacterias que hay sobre el chicle proceden de la boca del consumidor, pero una vez en el suelo y expuestos al exterior, hay bacterias ambientales que podrán crecer, generando una sucesión ecológica de diferentes poblaciones bacterianas. ¿Son iguales las bacterias que crecen sobre el chicle en diferentes lugares del mundo? ¿Cuánto tiempo tardan las diferentes especies bacterianas en “colonizar” el chicle? ¿Hay bacterias potencialmente patogénicas? ¿Podemos descubrir si algunas de estas bacterias pueden “digerir” el chicle y ayudar a degradar los residuos que generan? Pensad que los chicles tienen una parte soluble, donde están los azúcares y los productos aromatizantes, pero una parte insoluble (alrededor del 20%-30%) que nos permite masticarlos sin que pierdan estructura, por eso es muy difícil destruir sus restos. El Reino Unido gasta el equivalente a 70 millones de euros anuales para intentar extraer los restos de los chicles que “decoran” el suelo de sus ciudades y monumentos. Todas estas preguntas reciben respuesta gracias al trabajo de estos investigadores, utilizando herramientas genómicas y de microbiología. Sus resultados han permitido determinar la composición y variabilidad de especies ambientales en diferentes localizaciones y cómo se produce la secuencia de cambios ecológicos de poblaciones bacterianas (lo que puede ser muy útil en trabajos forenses y de epidemiología) y también identifican varias especies bacterianas que podrían ayudar a degradar los componentes insolubles de los restos de chicle. ¡Así que ya veis que se trata de una investigación con resultados interesantes para todos!