Quizás no hemos pensado nunca en ello, pero tener nombre es algo muy importante. Imaginemos un mundo ficticio donde tuviéramos que convivir en sociedad sin tener nombre propio, nos estaríamos confundiendo continuamente. ¿Cómo llamaríamos la atención de una persona en concreto en medio de un grupo? Si gritáramos "¡Ey, tú!", todos girarían la cabeza y entonces tendríamos que ir especificando, por el color del cabello o de la camiseta... Su nombre es una de las primeras palabras que los niños aprenden desde muy pequeños. Tener nombre nos diferencia y nos orienta en las interacciones, disminuyendo la probabilidad de confusión. A los nombres a menudo añadimos más información, el apellido dice de quién somos hijos, y los motes (en los pueblos cada casa tiene una palabra, ca la Quica, can Vicent, can Francès, ca l'Apotecari, casa Carrera...) dicen de qué familia procedes, a qué se dedicaban o de qué ciudad provenían tus antepasados. Ponernos nombres propios nos da identidad.
Por esta razón, en ciertas culturas algunos nombres están prohibidos, porque pronunciar uno nos lo hace vivo y presente. Para poner un ejemplo próximo a los más jóvenes, en la historia de Harry Potter no se puede nombrar al maligno Lord Voldemort, por miedo de invocarlo. Eso también es cierto en el mundo de las enfermedades que nos afectan. Cuando no se sabía el origen de muchas enfermedades, se pensaba que nombrarlas era favorecer que se hicieran reales; seguro que nos hemos dado cuenta de que las personas mayores evitan hablar del cáncer y hablan de "algo malo". Hoy en día, sin embargo, es importantísimo dar nombre a todas las enfermedades, porque sin nombre, no se pueden clasificar, ni conocer, ni encontrar tratamiento adecuado. Eso es absolutamente crucial para las enfermedades genéticas, en que la correcta clasificación nos dice cuál es el gen alterado que está causando la sintomatología y, por lo tanto, cuál es la vía metabólica y molecular afectada en la que tenemos que dirigir la terapia para tratar la patología. Lo que pasa es que las enfermedades genéticas mendelianas, las causadas por mutaciones en un gen, son raras (afectan a menos de una persona en 1.000) o ultra-raras, es decir, son muy infrecuentes, aunque si las consideramos todas juntas, entre un 6%-8% de nuestra sociedad estamos afectados por una u otra (mirad un artículo mío sobre estas enfermedades). Pero si no tiene nombre, la enfermedad pasa desapercibida, y no recibes la ayuda de los otros pacientes que sufren la misma patología, ni el apoyo de las otras familias, ni los esfuerzos clínicos de otros médicos, ni puedes disfrutar del conocimiento derivado de los éxitos y fracasos terapéuticos en otros centros hospitalarios. Dar nombre es dar cuerpo y vida a la enfermedad rara. Y, sobre todo, esperanza.
Hoy en día, es importantísimo dar nombre a todas las enfermedades, porque sin nombre, no se pueden clasificar, ni conocer, ni encontrar tratamiento adecuado
El diagnóstico molecular y genético se ha elevado. En los años ochenta el diagnóstico genético estaba dirigido a detectar cambios estructurales visibles por citogenética (cambios en el número de cromosomas, como los síndromes de Down, de Turner o de Klinefelter), pero era muy difícil encontrar una mutación puntual, muy pequeña, en la estructura de los genes que causan las enfermedades mendelianas. También se podían detectar enfermedades genéticas metabólicas en que la deficiencia en un gen causaba la presencia de sustancias en orina y sangre, detectables mediante pruebas bioquímicas, por ejemplo la alcaptonuria o la fenilcetonuria, pero sin saber el gen o la mutación causativos. Muy pronto los pediatras se dieron cuenta del poder diagnóstico y predictivo de las pruebas moleculares de las enfermedades genéticas, y hace tiempo que se han incorporado a muchos sistemas sanitarios. En Catalunya, tenemos la prueba del talón, un cribado poblacional que se hace a todos los bebés al nacer. Con una gota de sangre, se diagnostican hasta 25 enfermedades genéticas hereditarias con pruebas bioquímicas y genéticas, con el fin de dar información a los pediatras y responsables sanitarios y optar al mejor tratamiento para estos pacientes —cuando es posible, desde el inicio—.
Sin embargo, quedan muchísimas enfermedades raras en que no son diagnosticadas con un cribado poblacional. De aproximadamente un 40% de enfermedades no se conoce el gen causativo; son enfermedades sin nombre. Y muchos pacientes, a pesar de tener una enfermedad causada por un gen conocido, no tienen diagnóstico. Pero la genética molecular humana ha avanzado exponencialmente y, desde la publicación del genoma humano el año 2001, junto con el desarrollo de nuevas técnicas de secuenciación (la secuenciación masiva o NGS), el mundo de la genética humana ha cambiado como un calcetín, tan rápida y espectacularmente que causa un poco de vértigo. Eso ha supuesto una revolución en el campo del diagnóstico genético, como muchos científicos reconocemos sin ambages.
Cierto es que hoy día podemos secuenciar todos los genes de una persona (lo que denominamos exoma) por un precio relativamente accesible, y generar terabytes de información, pero no todo es tener la secuencia de ADN. Hay que saber distinguir, de todas las variantes genéticas que los humanos llevamos en nuestro genoma (aproximadamente entre 20.000 a 24.000 si sólo miramos las regiones codificantes de los genes), cuál o cuáles son las causativas de la enfermedad. Es buscar una aguja en un pajar. Cuando los genes causativos de una enfermedad son pocos y conocidos (por ejemplo, a la hemofilia), es más fácil encontrar la causa, pero si muchos genes diferentes pueden ser los causantes, como en la ceguera o la sordera hereditarias, pues cuesta mucho más; y no hablemos, para identificar el gen causativo de una enfermedad ultra-rara. Sólo con el desarrollo de recursos bioinformáticos se pueden analizar esta gran cantidad de datos (Big Data). Se calcula que el 85% de las mutaciones pueden ser detectadas haciendo el análisis del exoma, pero a la hora de la verdad, la mayoría de grupos y empresas que se dedican al diagnóstico genético a partir de secuenciación masiva presentan una eficiencia bastante menor, bien porque no incluyen todos los genes o no todas las regiones que hay que analizar porque son muy específicas de enfermedad. Con la experiencia que me da haber trabajado durante veinte años en la identificación de genes y el análisis de mutaciones, sé que al fin y al cabo, la especialización es un plus indiscutible. El conocimiento y know-how adquiridos son cruciales para el éxito diagnóstico de compañías que hacen análisis específicos por secuenciación masiva, como en nuestro caso, de diagnóstico genético de enfermedades de la visión.
Se abren puertas de esperanza para enfermedades que hasta ahora no tenían tratamiento
¿Y para qué sirve tener el diagnóstico genético? Pues además de confirmar el diagnóstico clínico de la enfermedad, permite ofrecer consejo genético y diagnóstico prenatal a la familia y, además, es un requisito imprescindible para optar a las posibles terapias que ya están surgiendo. Se abren puertas de esperanza para enfermedades que hasta ahora no tenían tratamiento, con terapias utilizando medicamentos huérfanos (orphan drugs) y terapias génicas y celulares para genes y mutaciones concretas, como la primera terapia génica para una ceguera muy grave que afecta a niños (Amaurosis congénita de Leber debida a mutaciones en el gen RPE65), que en enero se comercializó en los EE.UU. y que también será comercializada en Europa. Es el inicio, pero muy pronto se aprobarán terapias génicas para enfermedades genéticas hematológicas muy graves y, como expliqué, la terapia génica es uno de los grandes acontecimientos del año 2017.
Varios centros hospitalarios, en los EE.UU. y en Australia, han hecho estudios de posibilidades, recursos y costes, y han decidido que hacer un análisis de exoma en niños para los que se sospecha que sufren una enfermedad genética pero que todavía no tienen diagnóstico clínico claro, es mucho más eficiente que iniciar una serie de pruebas diagnósticas no dirigidas. Varios gobiernos dan apoyo explícito al diagnóstico genético y hay todo un consorcio internacional (IRDiRC, International Rare Diseases Consortium, que une esfuerzos en más de 37 países) que tiene como objetivos tanto conseguir que el año 2020 se hayan identificado todos los genes de las enfermedades minoritarias, como encontrar terapias efectivas, como mínimo, para 200 de estas patologías que hoy día no tienen tratamiento.
Por lo tanto, el futuro de las enfermedades minoritarias, su prevención y terapia efectivas, implica poner nombre al gen causativo a todas y cada una de las familias afectadas.