A inicios de este mes de junio recibí una llamada. Era David, un exalumno mío que ahora es científico y se dedica a la investigación biomédica. Fui su profesora de genética molecular, hace años. No hace falta que os diga que es muy gratificante cuando te reencuentras con alguien a quien has contribuido a formar, aunque sea colateralmente, y ahora se dedica también a la ciencia. Imaginaos cuando me explica una historia personal, científicamente y humana muy potente, que lo implica no solo a él, sino a tres exalumnos míos. Todos trabajando a diferentes entidades públicas (UB, IDIBELL, IDIBAPS, CIBERER, Hospital Sant Joan de Déu, UVIC...) todos intentando contribuyendo con su trabajo a hacer diagnóstico genético, profundizar en neurociencia y en enfermedades neuropsiquiátricas pediátricas. Seguro que todos entenderéis que prestase antención. Y ahora me gustaría que por uno o dos minutos, vosotros también leáis esta historia.
Unos padres llevan a su hijo a un hospital de referencia pediátrico porque su hija que justo llega al año no tiene un desarrollo normal, no puede sentarse ni levantar la cabeza. Aunque el retraso cognitivo y motor es más frecuente en chicos, hay algunas enfermedades minoritarias específicas que se dan más frecuentemente en chicas, por ejemplo, el síndrome de Rett. Esta enfermedad, causada por mutaciones en un gen localizado en el cromosoma X, solo se da en chicas porque en los chicos suele causar la muerte prematura. Además del desarrollo neuromotor y cognitivo afectado, irritabilidad y problemas de sueño, las niñas que presentan el síndrome de Rett tienen unos movimientos repetitivos (son como tics nerviosos) en que se friegan las manos como si se las lavaran, y no interaccionan mucho con la gente. Los genetistas implicados son especialistas en diagnosticar genéticamente esta enfermedad, pero a pesar de analizar los genes causativos, no le encontraron ninguna mutación y la criatura quedó sin diagnosticar. Imaginaos la desesperación de los padres y la impotencia de los neuropediatras. Tienes una criatura con una enfermedad minoritaria, sin ningún precedente familiar, ningún diagnóstico genético ni clínico claro, ningún pronóstico, ninguna terapia.
La niña va creciendo y ya tiene casi seis años. Los tests de desarrollo motor y cognitivo dicen que no llega a la escala que correspondería a una criatura de un año y la encefalopatía es evidente, pero como no tiene ningún diagnóstico entra, por suerte, en un programa de diagnóstico genético mediante secuenciación masiva del exoma de los genes de la niña y de sus padres, con el fin de identificar las mutaciones que ha heredado la niña de sus progenitores. La sorpresa (que cada vez es menos sorpresa) es que la niña tiene una mutación que no ha heredado ni de padre ni de madre, ya que es una mutación de novo, una mutación que surgió cuando la madre o el padre hicieron el óvulo o el espermatozoide. Un suceso al azar que no se puede prever ni evitar. Ahora bien, tanto la mutación como el gen identificado eran inesperados. La mutación parecía importante pero no muy grave, solo cambiaba un aminoácido por otro dentro de la proteína. Es como cambiar una única palabra dentro de un párrafo, tampoco parecería que es muy grave. Si ahora miramos en qué gen GRIN2B, el gen es muy importante en la neurotransmisión de señales, en la comunicación sináptica entre neuronas. Pero entonces el tipo de enfermedades en las que nos referimos tienen un nombre diferente y todavía son más raras y minoritarias que el síndrome de Rett, y hablaríamos de las GRINPATÍAS. La pregunta que se hicieron estos científicos fue si realmente aquel cambio aparecido de nuevo era el causante de la enfermedad a la niña, y si lo era, ya que tenían el nombre de la enfermedad, si podían intentar encontrar algún tipo de tratamiento.
Estos científicos, desde muchos ámbitos diferentes, intentaron predecir qué efecto tendría aquel cambio, aquella mutación, en la proteína codificada. Empezaron a hacer ensayos en células para ver si aquel cambio tenía un efecto inesperado. La proteína alterada participa en la transmisión de neurotransmisores, es como una puerta que deja pasar el neurotransmisor entre neuronas y, así, transmite la señal hasta que llega a todas las zonas implicadas del cerebro. Demostraron que realmente la función estaba alterada y aquel receptor de neurotransmisores funcionaba menos, al ralentí, porque la estructura alterada impedía abrir la puerta fácilmente. Pero aquí viene uno de los intríngulis más interesantes de esta historia. Esta puerta necesita ser activada gracias a la acción de dos aminoácidos, la glicina y la serina, aminoácidos que se encuentran en los alimentos. Pero en este caso, la serina activadora tenía que estar en una forma que no es frecuente (para los curiosos, la D-serina, cuando el aminoácido habitual es la L-serina) y que puede ser tóxica si se toma en grandes cantidades. Los científicos razonaron que si en lugar de proporcionar la forma rara del aminoácido, daban la forma que encontramos en los alimentos, en grandes cantidades, las neuronas ya sabrían convertir una en la otra y quizás, quizás, podrían activar este receptor mutado.
Como la L-serina es un complemento alimenticio, empezaron a administrárselo a la niña. ¡ATENCIÓN! No se le dieron porque sí, sino porque había una hipótesis racional y científica detrás. Los ensayos en células parecían indicar que el tratamiento podía ser efectivo. Al cabo de 12 meses, la niña ya era capaz de sentarse y levantarse sola. Y al cabo de un año y medio, la niña se mueve con un andador, reconoce su nombre, se ríe cuando alguna cosa le hace gracia, sonríe a sus padres, y les estira los brazos cuando necesita ayuda o necesita ser acariciada... Queda mucho todavía y, seguramente, no se pueda curar del todo la enfermedad, pero a mí se me pone la carne de gallina imaginar la sonrisa consciente de la niña, por primera vez, mirando a sus padres que la quieren desde hace tanto tiempo. La señal que sabe quién es, que sabe quién la rodea. Una terapia efectiva de precisión, porque se hizo el diagnóstico genético y se sabe cuál es la vía precisa donde se puede intentar actuar. Un éxito que se debe al esfuerzo de tantas personas, y que podéis encontrar recién publicado (con una reseña en Science).
David, Xavier y tantos otros científicos implicados, no tenían dinero de investigación específicos para hacer esta tarea. Y este es ahora el problema. Cuando| las familias con criaturas que tienen grinpatías, con mutaciones o variantes en este gen, han oído que quizás (¡quizás!) hay alguna terapia, todos piden que sus hijos sean analizados. Un cambio en un gen no es patogénico siempre, y el tratamiento de precisión es específico para enfermo y mutación. No se puede dar de forma generalizada porque puede no ser efectivo o, incluso, contraproducente. Más de 30 familias han llamado a las puertas de estos investigadores y necesitan este análisis esmerado para optar a la terapia, pero ellos no dan alcance y no tienen dinero para hacerlo. Como el sistema público no lo financia, han recurrido al crowdfunding (vean vínculo y vídeo). No necesitan mucho dinero, bastante menos que si alguien se quiere comprar un coche potente. Faltan solo dos días para acabar la recogida, pero todavía no han llegado a la cantidad que necesitan. Nos pasa a muchos de los científicos de este país, los recortes no nos permiten trabajar. No es por falta de ganas ni de ideas, sino de recursos que, probablemente, se dedican a otros menesteres.
Pero quizás tendríamos que contribuir, si podemos. ¿Qué vale la sonrisa de nuestros hijos?