Mi comparecencia de este pasado martes en el Congreso de los Diputados buscaba exponer una verdad incómoda: el discurso de odio hacia el independentismo catalán no solo persiste, sino que se encuentra profundamente normalizado en diversos sectores de la sociedad española. Durante mi intervención, señalé con claridad los elementos que configuran el delito de odio, según lo establece el artículo 510 del Código Penal español, y presenté ejemplos concretos que evidencian un patrón de hostilidad sistemática hacia los independentistas catalanes y sus defensores legales. Sin embargo, la reacción a mi exposición por parte de algunos sectores no hizo más que confirmar el problema que denunciaba.
En mi intervención, destaqué que expresiones como “golpistas”, “traidores” y “supremacistas” no solo deshumanizan al movimiento independentista, sino que también legitiman actos de hostilidad que van desde agresiones físicas hasta amenazas en redes sociales. Este discurso de odio ha sido respaldado o tolerado por sectores políticos y mediáticos que, lejos de promover un debate racional, perpetúan una narrativa polarizante. Un ejemplo especialmente simbólico es el “A por ellos”, coreado en 2017 por miembros de las fuerzas de seguridad, que representa la institucionalización de este desprecio y lo visto en el Congreso no hace más que reforzar esa institucionalización del odio.
Las críticas que recibí durante y después de mi comparecencia reflejan una paradoja preocupante: la denuncia del odio es respondida con más odio. La diputada de Sumar, Engracia Rivera, desde un profundo desconocimiento o ignorancia deliberada del problema, desestimó mis argumentos, alegando que ciertos ataques no generan un clima de hostilidad real. Esta postura, disfrazada de progresismo, minimiza el impacto de la violencia simbólica y emocional que sufren los independentistas, revelando un sesgo jacobino propio de un sector de la izquierda española que, antes que de izquierdas, es española.
La desprotección institucional perpetúa la hostilidad y legitima conductas discriminatorias, alimentando un ciclo de violencia simbólica y física
Por otro lado, las intervenciones de Cayetana Álvarez de Toledo (PP) y Carina Mejías (Vox) mostraron cómo las reminiscencias franquistas siguen vigentes en el discurso político español. Ambas diputadas no solo intentaron desacreditarme por lo que ellas creen que es mi pasado, sino que también ignoraron deliberadamente los ejemplos concretos de delitos de odio que presenté. Álvarez de Toledo llegó a calificarme de “mercenario del odio”, una acusación que busca desviar la atención de los problemas estructurales que denuncié para centrarse en ataques personales, quizá confiando en que un insulto con pseudosuficiencia británica disfrazaría la carencia de argumentos.
En cuanto a Mejías, su intervención bien podría servir de ejemplo en un manual sobre falacias lógicas: una concatenación de afirmaciones carentes de rigor y sentido que, lejos de desacreditarme, refuerzan la sensación de que algunos discursos son incapaces de elevarse por encima de los prejuicios más básicos.
Argumenté que los independentistas catalanes y también sus abogados cumplimos con los criterios para ser considerados un grupo protegido bajo el artículo 510 del Código Penal. Su ideología política, identidad cultural o mi posición profesional nos convierten en un blanco de actos de discriminación y hostilidad. Ejemplos como agresiones físicas, amenazas en redes sociales y campañas de desprestigio mediático —por todos conocidas y por algunas convenientemente omitidas— evidencian un patrón sistemático que no puede ser ignorado.
Un aspecto especialmente preocupante, y lo sé porque a mí me afecta directamente, es la criminalización de los abogados que defendemos a los independentistas. En mi caso, he sido objeto de acusaciones infundadas y campañas mediáticas que buscan desacreditar mi labor profesional —el martes en el Congreso esto también quedó evidenciado—. Estos ataques no solo vulneran mi derecho a ejercer la profesión, sino que también envían un mensaje intimidatorio a otros abogados: defender causas impopulares puede tener graves consecuencias personales y profesionales.
La sistematicidad de estas acciones revela una voluntad política de silenciar y deslegitimar una ideología política legítima, utilizando el derecho penal como herramienta de persecución
Señalé también la preocupante falta de acción por parte de las instituciones del Estado. Las denuncias de delitos de odio contra independentistas rara vez son investigadas y, mucho menos, sancionadas. Esta desprotección institucional perpetúa la hostilidad y legitima conductas discriminatorias, alimentando un ciclo de violencia simbólica y física. Aquí hice hincapié en el nefasto papel que ha jugado la Fiscalía en estos años, dejando claro —como todos sabemos— de quién depende la Fiscalía.
La omisión institucional también se refleja en la tolerancia hacia discursos de odio en los medios de comunicación. Sitios web y plataformas han promovido contenidos que deshumanizan a los catalanes, sin que ello conlleve consecuencias legales o regulatorias. Este doble rasero —donde ciertos discursos de odio son sancionados rápidamente mientras otros son ignorados— pone en entredicho el compromiso del Estado español con la igualdad y la justicia.
Las conductas que denuncié no son incidentes aislados, sino parte de un marco general de odio hacia el independentismo catalán. Este patrón, como digo, incluye agresiones físicas, amenazas en redes sociales, campañas mediáticas y criminalización profesional. La sistematicidad de estas acciones revela una voluntad política de silenciar y deslegitimar una ideología política legítima, utilizando el derecho penal como herramienta de persecución y, a la vez, para generar a los odiadores un marco de impunidad.
La democracia no puede permitirse tolerar el odio como herramienta política, y mucho menos convertirlo en norma. Proteger al independentismo no es una cuestión de ideología, sino de justicia y dignidad humana
En todo caso, esta comparecencia en el Congreso sacó a la luz una problemática que trasciende el caso catalán: la instrumentalización del discurso de odio para silenciar disidencias políticas. Las críticas que recibí, lejos de refutar mis argumentos, los refuerzan, al evidenciar la persistencia de un clima de hostilidad hacia el independentismo catalán que es común desde la izquierda a la derecha.
En resumidas cuentas, si hay algo que une a dos Españas que se dicen muy diferentes, es el gen del odio a lo catalán y una visión de la españolidad incompatible con los más básicos valores democráticos, no ya solo de izquierdas. Es hora de que las instituciones y la sociedad española reconozcan esta realidad y tomen medidas para garantizar la protección de los derechos fundamentales.
La democracia no puede permitirse tolerar el odio como herramienta política, y mucho menos convertirlo en norma. Proteger al independentismo no es una cuestión de ideología, sino de justicia y dignidad humana, así como de respeto a las resoluciones judiciales, porque todos los odiadores que me rebatieron omiten un dato esencial: el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ya ha definido lo que es un grupo objetivamente identificable de personas y ese concepto es el que mejor define, desde el marco de la protección institucional, lo que son los independentistas catalanes, su entorno y hasta sus abogados.