El gobierno de Salvador Illa no es, a pesar de ser del PSC, un gobierno socialista, ni socialdemócrata, ni siquiera liberal en el sentido más social y abierto del término. Es un gobierno sociovergente, que quiere decir que es básicamente conservador y de gente de orden, naturalmente del orden establecido, que en este caso es el orden autonomista español. Es, por tanto, un gobierno representante del autonomismo en su máxima expresión, que por sí solo no es ni bueno ni malo, sencillamente, es.

Es un gobierno tan autonomista como lo ha sido el de Pere Aragonès y lo fueron los de Quim Torra y Carles Puigdemont, que de independentistas no tenían nada salvo la retórica vacía de todo contenido con que ERC y primero CDC y PDeCAT y después JxCat los bautizaron. De hecho, desde 1980 todos los gobiernos que ha habido en Catalunya han sido autonomistas. Como lo había sido el de Josep Tarradellas, de quien tan discípulo se siente el 133º president de la Generalitat, los de la Segunda República o los de la época de la Mancomunitat. Otra cosa es que cada uno tenga sus preferencias en torno a qué presidente (Enric Prat de la Riba, Josep Puig i Cadafalch, Francesc Macià, Lluís Companys, Jordi Pujol, Pasqual Maragall, José Montilla, Artur Mas...) lo ha hecho mejor que los demás. Habría que remontarse a antes de 1714 para encontrar lo que se podría equiparar a un gobierno estrictamente nacional catalán.

En el de Salvador Illa destacan, más allá del grueso de militantes del PSC que lo integran, los consellers que provienen del mundo de la extinta CiU y que son los que le dan el toque sociovergente: Ramon Espadaler (Justícia i Qualitat Democràtica), Jaume Duch (Unió Europea i Acció Exterior) y Miquel Sàmper (Empresa i Treball). Es la demostración de que, en el fondo, PSC y CiU —y los herederos que quedan esparcidos en varias formaciones— han sido siempre lo mismo, dos fuerzas políticas garantes del orden constitucional español que se han ido intercambiando los papeles en función de las necesidades de cada momento y que lo único que las diferencia es, si acaso, que el discurso de una pone más el acento en España y el de la otra en Catalunya. Pero el resultado final es que todos juntos se mueven exclusivamente para que nada cambie y que, si algo lo hace, sea para que todo siga igual.

El Govern de Salvador Illa es un gobierno sociovergente, que quiere decir que es básicamente conservador y de gente de orden, naturalmente del orden establecido, que en este caso es el orden autonomista español

El principal exponente de este componente sociovergente es Ramon Espadaler, secretario general de Units per Avançar, una de las pocas marcas que sobrevivió a la debacle de la histórica Unió Democràtica de Catalunya (UDC), que en seguida se supo cobijar a la sombra del PSC y a quien ahora le ha llegado el premio en forma de conselleria. Él es, de hecho, un político incombustible, un profesional de la política —al estilo, por ejemplo, de Miquel Iceta, que toda la vida no han hecho nada más que dedicarse a ella—, que ya había sido conseller, de Medi Ambient, con Jordi Pujol y, de Interior, con Artur Mas. Jaume Duch proviene también del entorno de UDC, con una larga trayectoria como portavoz y director general de Comunicación del Parlamento Europeo, que empieza antes como asistente de Concepció Ferrer, y que le servía para hacer los honores a Josep Antoni Duran Lleida y el séquito que le acompañaba siempre que visitaba Estrasburgo en la época, entre otros, del malogrado eurodiputado Francesc Gambús. Miquel Sàmper, en cambio, dimana de CDC y, a pesar de ser el abogado de Lluís Puig —ambos son de Terrassa—, ha acabado saliendo de JxCat por diferencias ideológicas.

Los tres representan aquel hilo muy delgado del catalanismo que todavía aspira a regenerar España y que no hará, en todo caso, nada que la perjudique. Por eso no son contrarios a que Catalunya ejerza el derecho a decidir, pero siempre que sea de manera acordada —que es la garantía de que no pasará nunca—, o que lo haga dotándose de un nuevo Estatut o simplemente aprovechando las potencialidades del vigente que aún no se han desplegado. Nada de unilateralidad ni de hojas de ruta hacia la independencia. Una concepción del marco político que liga perfectamente con la que tiene Salvador Illa, que en su estreno como president de la Generalitat no se ha abstenido de hablar abiertamente de la nación catalana, pero siempre dentro de la plurinacionalidad, dice él, española, que por ahora no se ve por ningún lado a pesar de que Pedro Sánchez incluso se haya atrevido a situar el caso de la financiación llamada singular como el ejemplo de la evolución de España hacia un estado federal. Una cosa, sin embargo, son las palabras y otra los hechos y se tendrá que ver cómo evoluciona la actuación del nuevo gobierno catalán en campos tan sensibles como los de la lengua, la enseñanza, la cultura o los medios de comunicación públicos, que, conjuntamente con otras prioridades como el bienestar social, la seguridad, la política migratoria, la proyección exterior o la financiación, son los que llenan de contenido las señas de identidad propias de Catalunya y los que permiten, a partir de aquí, calibrar el grosor de la catalanidad.

Esta será una de las principales piedras de toque de la buena marcha del gobierno. Y no porque los departamentos encargados de algunas de estas áreas permanezcan en manos de nombres de la órbita de ERC, como es el caso de Francesc Xavier Vila en Política Lingüística o de Sònia Hernández Almodóvar en Cultura, sino porque el responsable último de todo ello, el encargado de marcar la línea, será el propio Salvador Illa, a quien JxCat el mejor de los calificativos que le ha dedicado es el de españolista y sucursalista. Es aquí donde habrá que escudriñar si hay por su parte voluntad de desnacionalización —que desgraciadamente ya se ha producido en los últimos años siendo JxCat y ERC los que tenían el gobierno— o, por el contrario, voluntad de mantener por encima de todo los rasgos que vertebran la personalidad de Catalunya como nación. También en su momento la presidencia de José Montilla despertó muchas reticencias, sobre todo igualmente dentro de CiU y por los mismos motivos, pero al final su mandato fue institucionalmente impecable. En clave autonómica y autonomista, por descontado, que es la única con la que se podía hacer antes y se puede hacer ahora el análisis.

A partir de este escenario no exento de complejidad, no hay duda de que el gobierno del líder del PSC será escrutado con lupa y juzgado tanto por lo que haga como por lo que deje de hacer. Una situación en la que Salvador Illa puede salir adelante perfectamente, porque hasta ahora ha demostrado como nadie que sabe adaptarse a las circunstancias, a lo que más convenga en cada ocasión, aunque sea a costa de cambiar radicalmente de posición como ha hecho él mismo: primero apoyó la aplicación del artículo 155 de la Constitución para suspender el autogobierno catalán, negó que pudiera haber amnistía y rechazó la posibilidad de que Catalunya saliera del régimen común de la financiación autonómica, y ahora apremia a los jueces para que apliquen la ley de amnistía y asume un modelo de financiación propio para Catalunya que tendrá que defender, si es necesario, ante Pedro Sánchez.

De todo esto algunos dirán que es falta de convicciones u oportunismo o, incluso, cambio de chaqueta. Pero esa es, en realidad, la esencia del gen sociovergente, el sí pero no, el ni sí ni no sino todo lo contrario, que tan bien dominaba en todos sus registros la desaparecida CiU. El saber qué toca en cada momento. Y ahora al 133º president de la Generalitat, al parecer, no le faltan habilidades en este sentido. Aunque los primeros resbalones nada más estrenarse —no asistir a la conmemoración del séptimo aniversario de los atentados yihadistas del 17 de agosto de 2017 en Barcelona y Cambrils porque estaba de vacaciones en Lanzarote justamente con el presidente del gobierno español y permitir que sus consellers coloquen a parejas y hermanos y sean acusados de nepotismo— no apuntan precisamente en la buena dirección.