La generación que se ha vanagloriado durante lustros de llevar la Transición democrática a la España contemporánea fue muy hábil resguardando hasta el día de hoy algunos de los antiguos núcleos de privilegio político urdidos por el franquismo con el objetivo de asegurarse una vida próspera y seguir moviendo los hilos de los aparatos ideológicos del Estado. El "tapón generacional" del 78, que incluye desde los coetáneos de Juan Carlos I hasta las quintas políticas que van de Felipe a Aznar, ha sido lo suficiente estudiado en ámbitos como la judicatura, el alto funcionariado, el periodismo o las humanidades. Los intentos por tumbarlo han sido en balde y, viendo como Podemos se ha tragado la fuga del emérito al desierto o como el independentismo ha aceptado pelearse por las migajas del sistema autonómico, aquella antigua pretensión de "romper el cerrojo del régimen del 78", más que una voluntad naïve, ahora ya sólo puede repetirse como chiste.
En el ámbito intelectual, yo viví el tapón del 78 en un sistema universitario gerontocrático que consiguió dejar fuera del discurso público a los intelectuales que ahora rondan la sesentena, una quinta de filósofos y escritores más que competente (que hizo lo imposible por superar la ética tomista-marxista de los monjes que dominaban la academia), pero que acabó castrándose de fatiga, abocada a un resistencialismo estoico de tres al cuarto. Entre mis profesores más notables había independentistas que han acabado inclinándose ante Felipe VI a cambio de un Premio Nacional, revolucionarios de salón que nos animaban a ocupar las fábricas y que han acabado aplaudiendo las porras del 1-O y feministas que han sufragado la masía de Sant Antoni de Calonge a base de conferencias en el CCCB que regurgitan los apuntes de Butler for dummies. Eran buenos pensadores, pero les mató el miedo.
Servidor forma parte de una generación "del desengaño", que creció en plena expansión del optimismo olímpico ("À la ville de... Barcelona"), se politizó durante los años del procés y finalmente, justo cuando tenía que ofrecer lo mejor de su madurez y conocimientos al país, tuvo que lidiar con lo peor de la crisis económica del 2006 y está a punto de vivir una de dimensiones inauditas. Yo formo parte de aquellos chavales lo bastante idiotas para creer que viviríamos tan bien como nuestros padres, que nos hemos dado cuenta de que el independentismo era la verdad pero el procés era mentira demasiado tarde y que tendremos que sobrevivir sin nómina y como autónomos mientras Ferran Mascarell y Artur Mas se jubilan a los noventa años cobrando de la teta pública. Quejarse sería de imbéciles; podríamos haber cambiado las cosas; sin embargo, vagos, hemos confiado los ideales más altos a los hombres más pequeños.
No, nosotros tampoco romperemos el cerrojo del 78, que morirá como Franco, en la cama y con el sueldo del consejo de administración en el cajón
Tampoco hay que ser llorica ni hacerse el ofendido, que es la especialidad de la tribu. En resumidas cuentas, saldremos adelante y podremos acabar viviendo en un país sin el mínimo interés cultural pero donde todo el mundo, más o menos, aún podrá hacer un poco lo que le dé la gana. No ganaremos ninguna medalla ni veremos plazas públicas con el apellido colgando, pero habremos tenido la gracia de escribir y vivir como hemos querido, aunque nuestra libertad sea puramente ermitaña, de huertecillo voltairiano. No, nosotros tampoco romperemos el cerrojo del 78, que morirá como Franco, en la cama y con el sueldo del consejo de administración en el cajón. Es por eso, porque cuando menos tenemos que administrar nuestra derrota con una cierta picardía, que de ahora en adelante tendríamos que trabajar para que los jóvenes que nos sigan no caigan en nuestros mismos errores. Hay que porfiar, en definitiva, para que quien nos sigue acabe saliendo adelante.
El último servicio que trama "el tapón del 78" es convertir a nuestra juventud (que ya no es una generación "de la decepción", porque ha nacido sin ningún tipo de perspectiva de futuro ni de esperanza) en una quinta perpetuamente infantilizada y banal. A los núcleos de poder, pensadlo bien, ya les va bien que después de la aparente sacudida del 1-O los jóvenes catalanes ahora acepten naturalmente su condición de youtubers y de cheerleaders del campo de concentración. A diferencia de la mayoría de nostálgicos y de plomos, yo no considero que el mal gusto sea la estética de la generación que te sigue; entre los millennials y los centennials hay escritores, periodistas, músicos y pensadores que nos regalarán muchas tardes de disfrute. Pero que vayan con cuidado, porque el cerrojo ya se ha fijado en ellos y ha empezado una operación para infantilizarlos a perpetuidad. Que no lo olviden: en Catalunya, se mata minorizándote la edad.
Los ideólogos del cerrojo queriendo que las generaciones del futuro crezcan en un país al cual ya le estará bien vivir en una adolescencia permanente, que se disculpe por hablar en su lengua y donde la crítica cultural se fije en el horóscopo y las revistas del corazón. Siguiendo el nombre de un podcast fantástico que presentan unas muchachas muy espabiladas, el régimen ha empezado una campaña para que todo el mundo se sienta a gusto e ironice con su propia condición de gente de mierda. Esta es su última voluntad y, si hacemos caso a cómo nuestros jóvenes obedecen el dictado de quien manda, están saliendo adelante de maravilla. En las últimas municipales, Graupera repetía a menudo a los pacientísimos ciudadanos que lo escuchaban un eslogan que el tiempo ha hecho clarividente: "Tú no eres un mierdas". Su propuesta política se basaba justamente en romper la infantilización y tratar a todo el mundo de adulto; ya sabéis cómo acabó la cosa.
A nosotros nos mató la comodidad y el engaño de nuestros hombres de negro. Queridos jóvenes. Si hace falta despreciad lo que escribo, pasadme por encima como un alud o cachondearos todo lo que haga falta. Pero sobre todo recordad esto y reaccionad, que ya vais tarde: vosotros no sois gente de mierda. Los malos os observan y están a punto de compraros: no lo permitáis.