Hemos asistido a unas elecciones no sé si cruciales, pero de consecuencias imprevisibles: aunque era fácil anticipar el orden que han ocupado los distintos partidos en la preferencia de los electores, no igual de seguras están siendo las previsiones en torno a las componendas que puedan resultar de esos números (de hecho mientras escribo esto ni quiera sabemos si un nuevo tripartito, por el que tantos cargos en el aire suspiran, seguirá sumando tras el recuento definitivo del CERA). En pocas palabras, ni sabemos qué suma se impondrá y si, en caso de darse, dicha suma será estable, ni si habrá suma y, por tanto, en octubre tendríamos que volver a votar otro parlamento autonómico. A la espera de comprobar si en nada se abrirá una legislatura tan claudicante como la última (la naturaleza del escorpión siempre presente), o si los siempre abocados a gobiernos de coalición habrán aprendido a convivir sin odiarse. Sí conocemos algunos datos que nos llevan a pensar que estamos como en el final de la transición, mientras otros parecen decirnos que hemos vuelto a transitar, pero hacia un escenario nuevo.

Entre lo que suena a viejo están los niveles de participación, o el papel que ha jugado en la campaña el tema del independentismo. Las fronteras entre partidos se han desdibujado en la misma medida en que ha perdido parte de su sentido el tradicional doble eje de confrontación. Es verdad que algunos partidos, más que en la transición, se siguen llamando independentistas, y no dudo que ese espíritu anime su vocación política, pero ninguno de ellos ha parecido preferentemente interesado en dicho frente como elemento definitorio de campaña. Se trata de una especie de tácita reconducción del debate emancipatorio a los cuarteles de invierno, gracias al que parece, a tenor de la voluntad popular, definitivo entierro de su última variante conocida, el llamado procés. Parece como si hablar de lo que se prometió y luego no fue o de lo que se hará y parece poco viable alcanzar, amenazase con dar alas a quienes desde fuera del arco parlamentario han pugnado por entrar al grito de “traidores”. Aunque como alguno (Aliança) lo ha conseguido, y otros (Alhora), no, parece más justificado el éxito o el fracaso en otros puntos del programa, en concreto aquel que hermana el partido de Sílvia Orriols y Vox, esto es, haber identificado un malestar creciente que ha sido mal gestionado y peor resuelto por esa izquierda supuestamente amiga de los desfavorecidos. Ya se sabe que el principal enemigo del último en llegar es casi siempre el penúltimo.

Dicen que Pedro Sánchez ha amenazado a Puigdemont con convocar elecciones generales el día en que este frustre la designación de Illa como president de la Generalitat

Pasar de puntillas por esa zona del pasado reciente en el que la independencia parecía a un paso, ha obligado a los partidos a abordar, por compensación los “temas que interesan a la gente”, y en esos temas la izquierda es no solo variada, sino a veces cruel: la Esquerra Republicana de Catalunya que quiso ser más de Rufián para “ensanchar la base”, ha sufrido un trasvase de voto al PSC (entre el original y la copia…) y algo similar ha acontecido en cuanto a la patrimonialización de los logros sociales recientes y más sonoros que eficaces: subir el salario mínimo sin que compense la inflación, revalorizar las pensiones actuales en detrimento de la eventual desaparición de las futuras son logros aparentes que han aupado más al PSC que a los comuns. Mientras tanto, el informe PISA, las fugas de agua en plena sequía, la precariedad del parque público de vivienda o la incapacidad para conseguir que el Estado resuelva el drama ferroviario o el agrícola se estrellaban contra la campaña de quien no desde hace tanto es el único titular del Govern.

Pero tenemos que hablar también de lo nuevo: la generación de cristal ya se encuentra definitivamente instalada en la mayoría de edad. No ha dejado de ser anímicamente frágil, pero ha impuesto sus maneras y preocupaciones, de manera que o no vota, o lo hace convencida a golpe de tuit, es decir, polarizadamente. Su abstención de hoy es por ello quizás menos militante que la de ayer, más efecto de la indiferencia ante todo lo que hace o dice la clase política. Y su participación les ubica en muchos casos en los extremos, ya sean en la izquierda o en la derecha, aunque con los vientos que soplan en Europa, hoy más en este lado. Esa generación ya asume que los políticos les mienten cuando cambian, dicen, de opinión, y a mi parecer serán pieza fundamental para un cambio de sistema electoral que otros países vivieron antes. De ese modo podría ser más difícil un panorama como el actual, fragmentado y de creciente variabilidad geométrica. Dicen que Pedro Sánchez ha amenazado a Puigdemont con convocar elecciones generales el día en que este frustre la designación de Illa como president de la Generalitat. Es una posibilidad muy en la línea del modo de actuar al que nos tiene acostumbrados el presidente Sánchez, y obligaría al líder de Junts a visualizar la contingencia de sus siete votos en las Cortes.  Pero ¿quién dice que hoy, como ayer, la emoción no sea tan importante como la razón en la toma de decisiones y no nos enfrentemos en octubre, caiga quien caiga, no a una, sino a dos citas electorales?