Una de las taras ancestrales del independentismo consiste en resumir sus ciclos históricos en términos emocionales. Desde hace un par de años, la mayoría de los partidos políticos, opinadores y otros animales de la tribu repiten como un loro que ahora mismo nos encontramos en plena “gestión del desencanto”. Tal mandanga de expresión vendría a referirse al estado existencial de muchos catalanes decepcionados con las continuas traiciones de la partitocracia, en busca de un bote salvavidas que les devuelva la linda esperanza de los instantes previos al 1-O. Se referiría a ello hace poco mi querido Jordi Graupera, líder plenipotenciario de Alhora (niño, vamos a comer un día, que te echo de menos; si quieres hacemos de franquistas y no charlamos de política), quien, en uno de nuestros miles de pódcasts de sobremesa, decía algo parecido a que a los catalanes nos han roto políticamente el corazón y, como es natural, ahora nos pesa mucho enamorarnos.
A los catalanes nos han roto políticamente el corazón y, como es natural, ahora nos pesa mucho enamorarnos
En casa somos gente más bien volteriana y siempre nos ha dado una pereza oceánica plantearnos la vida —y más aún la política— en términos emocionales, porque subsumir los procesos temporales al ritmo del corazón siempre deriva en cursilería y flagelamienta. Evidentemente, en un contexto en el que el opio del pueblo (a saber, el PSC) está narcotizando a la sociedad catalana para tintarlo todo de la gris gestión administrativa del día a día y en el que los partidos independentistas continúan con los mismos líderes que nos robaron el referéndum, resulta muy difícil no acabar hablando de frustración. A su vez, después de años de jornadas históricas y manifestaciones gulliverianas estéticamente imponentes, también se entiende que muchos independentistas noten que la metadona que pueden ofrecerles Carles Puigdemont y Oriol Junqueras a base de collar a Pedro Sánchez en el Congreso les resulte un líquido más bien poco estimulante.
Pero si levantamos la mirada del ámbito sentimental, que es erróneo por naturaleza, yo soy del parecer que el desencanto no marca la vida de la amplia mayoría de independentistas. Por el contrario, diría que ahora los electores se han des-sentimentalizado, llegando a la conclusión de que el actual sistema de partidos (con sus respectivos intereses y prebendas) es un vehículo necesariamente inservible para lograr la secesión de España. Lejos de comportar frustración o resentimiento, esta constatación nos ha regalado un plus de madurez que hace falta celebrar con gran entusiasmo. Contrariamente a lo que dice el tópico de la “gestión del desencanto”, esta expresión es algo que podría aplicarse al pensamiento de los catalanes durante el autonomismo (es lo que explotó de forma magistral y cínica Jordi Pujol durante décadas); pero la nueva cultura política independentista no relega al ciudadano a ser un llorón.
De hecho, una de las cosas buenas que ha tenido la historia reciente de Catalunya es que se ha demostrado perfectamente hasta dónde ha podido llegar cada uno y cuál es el nivel de sacrificio que nuestros políticos estaban dispuestos a asumir para defender su ideario. Más allá del desencanto, hoy diría que estamos en el tiempo de la clarividencia. En este sentido, y siguiendo la metáfora grauperística, diría que el independentista —lejos de tener el corazón roto— es alguien que, por fortuna, ya no cree en el amor. Dicho de otra forma, es un individuo que sabe que la estima se demuestra con hechos y no con un saco de promesas o de poesía barata. Todos los ideólogos que apuestan por expresiones como el desamor o el chasco son los mismos que, simplemente, están ganando tiempo imaginando cuál será la nueva zanahoria con la que tomaran el pelo a la gente. Y los electores, insisto hasta la náusea, ahora ya tienen muchísima madurez estomacal.
Consecuentemente, y para ir resumiendo, “la gestión del desencanto” la hará y la aguantará su tía en patinete. Nosotros queremos gestionar y pensar la alegría. Y esta volverá pronto, porque el conflicto —aunque narcotizado— vive más presente que nunca y se hará más insalvable que nunca. Otra cosa es que, mientras el Govern haga vida funcionarial y Orriols busque chivos expiatorios para excitar la ira catalana, nosotros tengamos que encontrar nuevos espacios donde recobrar fuerzas. Pero desencanto, insisto, ni de coña.