Hay que huir un ratito de nuestro país para mirar a Europa y después devolver el boomerang hacia la tribu. Hace solo una semana, Mario Draghi, antiguo presidente del Banco Central Europeo, entregaba un libraco de cuatrocientas páginas (de esos que no se lee ni Dios) a Ursula von der Leyen, donde se retrata la lenta pero inevitable agonía económica del Viejo Continente. "Por primera vez desde la Guerra Fría, tenemos que sufrir de forma genuina por nuestra existencia", decía el italiano a la capataz de Europa, con ese rostro de águila vaticana que te anuncia por igual una fiebre leve que la necesidad de llamar a un fraile de guardia, recordando que Europa tendrá que aumentar en un 5% el presupuesto e invertir urgentemente en nuevas tecnologías si no quiere mirar a América y a China desde regional. De las cincuenta primeras empresas en esto de los chips, afirmaba Draghi, solo cuatro son europeas.
El diagnóstico parece demoledor; sin una transformación industrial a gran escala, Europa no será capaz de mantener su modelo (ya muy cojo) de cohesión social y puede tercermundizarse de una forma alarmante. Lo resaltaba hace muy poco el historiador Gavin Mortimer en The Spectator: "Si Francia fuera un ente federado de EE.UU., su renta per cápita se encontraría entre Idaho y Arkansas, el cuadragesimoctavo y el cuadragesimonoveno Estado más prósperos del país, mientras que Alemania sería el trigesimonoveno, justo después de Oklahoma". Nos guste o no, el chivo expiatorio de esta recesión serán los recién llegados. Tras los disturbios del Reino Unido, y coincidiendo con los intentos de Keir Starmer de rehacer los puentes con la Unión Europea, el gobierno progresista de Alemania (escarmentado por las últimas elecciones federales) anunciaba medidas de endurecimiento del control fronterizo. Cuando baja la pasta, los muros se endurecen.
A quien quiera combatir este enclaustramiento de los Estados contra la extranjería apelando a los discursos románticos sobre Europa, solo podemos desearle buena suerte. Imputar la crisis europea al fenómeno migratorio (exculpando a los gobiernos que no han invertido suficiente en formación universitaria e innovación) puede parecernos delirante, pero el mundo gira como quiere, sin adaptarse a nuestra bondad moral. Hoy por hoy, y quién sabe si en las próximas décadas, la política equivaldrá a una lucha descarnada para gestionar el miedo con el método ancestral de buscar a un enemigo exterior. No es de extrañar que una de las políticas españolas más hábiles (justamente porque se gusta revistiéndose de ignorante), Isabel Díaz Ayuso, haya iniciado una cruzada sistemática contra un estamento, la burguesía catalana, a quien la lideresa del macro-Madrid acusa de querer dejar a los niños españoles sin comida para continuar su vida de desenfreno.
Mientras Europa se cierra, Catalunya parece encantada de convertirse en un nuevo centro de acogida para cualquier persona que se declare con ganas de currar
Los movimientos europeos no son ajenos a Catalunya, y la capataz de la gran capital afina mucho más de lo que parece, pues sabe que el resentimiento social también tiene seguidores lo bastante fieles en la tribu. No resulta casual que la película más vista de estos últimos años en catalán sea Casa en llamas, un filme que regurgita las miserias de una familia catalana prototípica del Eixample que ha tenido dinerito suficiente como para comprarse una bonita torre en Cadaqués, ni que la siga muy de cerca una cinta española sobre un autobús que aviva el resentimiento contra los barrios catalanes (supuestamente de primera). Tampoco es casualidad que Salvador Illa haya transformado la definición pujolista nacional de todo buen conciudadano en una versión mucho más laica, según la cual es catalán todo el mundo quien viene a ayudarnos. Estaría bien que el president la intentara patentar en Europa, a ver si los daneses o los alemanes la adoptan con tanta satisfacción.
Mientras Europa se cierra, Catalunya parece encantada de convertirse en un nuevo centro de acogida para cualquier persona que se declare con ganas de currar. Este es el humanismo cristiano de nuestro president y del PSOE, que ya se muere por ver el país medio colapsado por aquello que el Molt Honorable anterior definía como "La Catalunya de los ocho millones". No sé si Mario Draghi piensa en nosotros cuando habla de la no continuidad del modelo social europeo, pero uno puede preocuparse por su subsistencia sin comprar las tesis alarmistas de Sílvia Orriols. Servidor es liberal de profesión y la cancioncilla de cerrar fronteras no me complace mucho; pero ignorar la gestión del miedo con un discurso que no se adapta a los criterios europeos y hacerse el sueco mientras el país se ve incapaz de absorber a los nuevos catalanes tampoco, me parece una solución feliz. De hecho, ignorar la cuestión es la gasolina ideal para los nuevos extremismos.
Si me permitís la ironía, yo haría más caso a Díaz Ayuso, ya que ante un diagnóstico económico tan agónico y de un enjaulamiento progresivo de los Estados, quién sabe si lo que necesitamos más que nunca es una regeneración de una burguesía auténticamente catalana. Insisto; auténticamente catalana.