23 de febrero
Me gusta leer dietarios porque es como vivir la vida de otro. Los que son buenos generan una cierta adicción, pero no en el sentido de estar enganchado al tabaco y fumar dentro de la ducha, sino más bien la dulce adicción de encontrarse cálidamente dentro de la manta en el sofá o de levantarse a las cuatro y media de la madrugada y saber que todavía queda sueño antes de que suene la alarma. Confieso ser un yonqui de este instante, pero por suerte todavía es legal acercarse a una librería y comprar un buen libro para conseguir una satisfacción parecida, ya que solo en un dietario, por ejemplo, ahora podría escribir una entrada en la cual divagara sobre la semejanza entre la lectura placentera y la lectura placental, que es como yo llamo a aquel tipo de libros en los cuales querría quedarme a vivir por el confort que me generan. Es lo que me ha pasado con La dansa dels dies (Proa, 2024), el último dietario de Àlex Susanna.
24 de febrero
Hace siete años me propuse uno de los retos más importantes de mi vida: obligarme a escribir cada mañana en vez de apuntarme al gimnasio. Quería decir buenos días con la lucidez de los taxistas, que a primera hora ya lo saben todo del mundo, por eso decidí levantarme cada mañana antes de que saliera el sol. Sacrificar horas de sueño permite tomar el café sin prisas en el sofá, leer la prensa digital o repasar Twitter en aquella hora en la que incluso Twitter está como un bar con la persiana bajada. "Cuando tú te detienes, el mundo se pone en marcha", decía Josep M. Espinàs, y era entonces, en medio de aquella calma, cuando escribía cada mañana un post en Facebook firmado con el hashtag #quaderntactil. Entonces todavía vivía en el Penedès y deseaba llegar al curro con la sensación de que trabajo para vivir, no que vivo para trabajar, atravesando cada día todas aquellas carreteras entre viñas con la certeza de que ya había hecho mi ejercicio matinal. Lo cumplí durante un año, sin falta. Hacía gimnasia a primera hora, sin camiseta térmica ni un calzado exclusivo comprado en el Decathlon. Sin fotos en Instagram diciendo "Come on, monday" ni ninguna tontería de este tipo. Creía que hacía ejercicio para no perder el ritmo, pero siete años después he entendido que, más que hacerlo para no oxidarme, lo hacía para dejar de ser de hierro.
25 de febrero
Hacerse mayor es diluir metáforas con litros de pragmatismo, supongo, por eso el primero de enero de este año me propuse un reto de año nuevo: volver a hacer gimnasia matinal, pero esta vez de forma canónica, en chándal, calzado de runner y una aplicación del móvil que calcula cuántos kilómetros he corrido. Procuro hacerlo tres mañanas a la semana, excepto los miércoles, que es el día que escribo el artículo de los jueves, pero a las siete de la mañana el despertador resuena como la alarma de un bombardeo cuando el primer motivo para levantarse es salir a pernear por la Diagonal. Después de dos meses viviendo este calvario matinal, hace una semana decidí cambiar de horario y hacerlo, siempre que pueda, por las noches, ya que por fin he entendido que la única motivación que tengo para correr es escribir un libro de respuesta a Haruki Murakami argumentándole De qué hablo cuando hablo de correr: de confirmar que a las mañanas la única gimnasia que tolero es la que tiene que ver con la escritura.
26 de febrero
Una vez, hace más de diez años, escribí que marcharse del pueblo y volver a Barcelona un domingo por la tarde era como partir al exilio. Un señor muy sabio y entendido, sin embargo, me comentó el tuit diciendo que me lavara la boca con jabón antes de hablar del exilio, y tenía razón. Eso no impide que los domingos por la tarde sean igual de tristes que hace una década, por eso ayer decidí acabar de entristecerlo todavía más y salir a correr. De retorno hacia casa, Haidé me escribió un whats diciendo que acababa de llegar de Vilafranca y se había dado cuenta de que nos faltaba papel higiénico, comida para el conejo y, ya que estamos, una pizza para cenar. Vestido con mi chándal Kappa del AC Siena y sudado como un cerdo, entré en el SuperCor de la calle París para hacer la pequeña compra, pero en la cola de la caja noté que un tipo me miraba de reojo, tímidamente, como si hubiera visto algo raro. Quizás es un italiano de Siena, pensé. O quizás es un buen tipo que quiere aconsejarme que este papel higiénico es de aquellos ásperos que parecen papel de lija y escuecen las nalgas. De repente se me acercó y me preguntó si yo era Pep Antoni Roig. "He leído tu nuevo libro sobre Espinàs, L'aire de las coses". Me quedé tan pasmado que no supe qué decir, pero todavía aluciné más cuando me explicó que era Antoni Isarch, profesor de Filología Catalana en la UB y experto en Domènech Guansé. Uno espera conversar de literatura con filólogos en el patio del Ateneu o en los pasillos de La Central de la calle Mallorca, pero no en la cola del SuperCor con una bolsa de escarola en una mano y una pizza Buitoni en la otra. En menos de tres minutos charlamos de todo, desde Guansé hasta los prerrafaelitas que nos explicaba Jordi Castellanos en la UAB, pasando por La fabricanta de Dolors Montserdà, la vertiente poética y poco reivindicada de Guimerà, Espinàs comparado con Sagarra o Pla o el costumbrismo de Robert Robert. "Yo soy de una promoción mucho más antigua que la tuya", me dijo, pero daba igual: en años diferentes y en cursos diferentes, a los dos, Jaume Aulet nos había alertado, con aciert,o de que estamos podridos de literatura.
27 de febrero
"Lo escribí en seis semanas, cada mañana iba al Velódromo a hacer gimnasia", le dije ayer a Antoni Isarch cuándo me preguntó cómo había ido el proceso de escritura de L'aire de las cosas. Siempre me ha gustado escribir en los bares, pero cuando me propuse escribir un dietario sobre mis seis meses leyendo Espinàs a fondo supe que tenía que hacerlo allí. Además, 'ir al velódromo a hacer gimnasia' es una frase absolutamente verosímil. La literatura es decir lo que parece real, pero dándole un sentido poético, para mí, pero desde ayer, me temo que ya nunca más podré librarme de la poesía cuando me proponga escribir en el Velódromo: mientras estábamos en la caja de pago del supermercado y una chica con media docena de huevos nos preguntaba si se podía colar, Antoni me explicó que Cèsar August Jordana había escrito la mayoría de sus artículos a la revista Meridià desde el Velódromo y en plena Guerra Civil. "Maria Campillo los reunió todos en el libro La veu de les sirenes, editado por 1984, búscalo", me dijo. Gracias a esta frase llevo todo el día leyendo en ARCA los números de Meridià, que llevaba por subtítulo Tribuna del Front Intel·lectual Antifeixista. Si tuviera un dietario y no hubiera abandonado mi cuaderno táctil a la intemperie, seguro que hoy escribiría una entrada en la que explicara que comprando papel de váter he acabado dedicando el día a leer artículos de Joan Oliver, Avel·lí Artís-Gener, Francesc Trabal, Rafael Tasis o Sebastià Gasch. El eslogan del SuperCor dice que es "el supermercado cercade ti", pero, paradójicamente, haber ido a comprar allí me ha permitido conectar de nuevo con unos cuantos escritores que después de 1939 tuvieron que hacer de tripas corazón y vivir, el resto de su vida, haciendo frente a la evidencia de que Catalunya estaba lejos de ellos.
28 de febrero
He llegado al Velódromo a las ocho de la mañana, pero por culpa del profesor Isarch ya nada me ha parecido igual. Dicen que aquí mismo, el año 1936, la gente de la FAI asesinó al policía Jaume Vizern porque este sabía quiénes eran los asesinos de los hermanos Bahía. Dicen que dos años más tarde, en el piso de arriba, se celebraron reuniones del Gobierno, cuando Juan Negrín tuvo que venir a vivir a Barcelona. Y dicen, también, que en aquella época, Jordana venía a escribir sus artículos, quién sabe si en la misma mesa donde escribo yo ahora, y a vivir lo que más adelante rememoraría en El món de Joan Ferrer. Mi mundo, hoy, es escuchar como el camarero del bar avisa de que "hemos tenido un problema en la cocina, no servimos comida, nada frío ni caliente" a todo el mundo que entra por la puerta. Una señora, entre sorprendida y enfadada, al enterarse ha dicho "¡Verge santa, ni que estuviéramos en guerra"!, por eso hace una hora me he sentado en esta mesa con el libro de Àlex Susanna en las manos y el objetivo de escribir un artículo sobre el dietarismo y las lecturas placentales, pero no, finalmente he acabado aquí, escribiendo mi propio dietario dentro de esta placenta particular que es este bar y donde ya no sé si estoy en 2024 o en 1938 y tengo a C.A. Jordana a mi lado. Sé que tuvo que embarcar a un exilio del cual nunca pudo volver, pero también que en Santiago de Chile, primero, y en Buenos Aires, después, se pasó el resto de su vida volviendo a Catalunya, ni que sea desde la evocación. Ni que sea musculando la nostalgia o la añoranza en un ejercicio de gimnasia emocional. Ni que sea a través de las palabras, porque en el fondo, quién sabe, quizás escribir no es otra cosa que zarpar en uno de aquellos barcos que ves anclados en el puerto y que siempre deseas coger imaginando que alguien anónimo, desde el muelle, te dirá adiós con un pañuelo blanco en la mano mientras partes hacia quién sabe donde gritándole "¡ven!".