En una democracia avanzada —¿qué Estado de la UE no se cuelga esta medalla?— el derecho al buen gobierno tendría que ser un derecho básico. Nada más lejos de la realidad. Llevamos dos crisis seguidas —la financiera y la pandemia— y en ninguna de las dos los gobiernos de los Estados de la UE ni la UE misma han sido capaces de diseñar soluciones de fondo a problemas reales que afectan a la sociedad entera. En el caso de España, crónico demandante de ayuda in extremis de la UE, la ausencia de gobernanza en todos sus niveles políticos y administrativos resulta lacerante.
Centrémonos en la segunda y actual, la de la Covid-19. Ciertamente, en los primeros meses de este año, enero y febrero, no se podía saber ni siquiera médicamente qué estaba pasando. Muchos médicos se lamentan ahora de cómo confundieron casos de coronavirus con la gripe. Ahora es fácil verlo, pero entonces no lo era.
Ocho meses después y unos largos confinamientos muy estrictos —o estrictísimos, como aquí—, ¿qué han aprendido nuestros gobiernos? Se puede decir sin exagerar que poco más que nada. Sufrimos un rebrote de contagios —no tanto de infectados, pues no hay tensión hospitalaria—, que no parece que nadie hubiera previsto seriamente con la movilidad forzada doblemente por un confinamiento que llegó hasta las puertas del verano y, por lo tanto, de las vacaciones veraniegas, con lo que comportan de movilidad de amplio radio.
Culpar a los jóvenes ha sido un recurso fácil, aunque muchos focos no han sido, por las referencias que tenemos, fruto de encuentros de juventud
Quizás faltaban datos epidemiológicos sobre lo que podría pasar con la explosión de movilidad vacacional sin solución de continuidad después de un severo confinamiento. Culpar a los jóvenes ha sido un recurso fácil, aunque muchos focos no han sido, por las referencias que tenemos, fruto de encuentros de juventud. En cambio, celebraciones familiares y reuniones de grupo han estado, por lo que sabemos, mucho más en el origen de los rebrotes. No constan —el hecho de que no se diga no quiere decir que no puedan existir— rebrotes por coger el metro o el bus. Si los transportes públicos no son fuente, es un elemento a tener en cuenta y revisar la recogida de datos. Si lo son —en buena parte—, no hay que culpabilizar el ocio personal y familiar. Otra cosa es el ocio comercial, que no la cultura.
Pero sea como sea, dentro de tres semanas nuestros escolares de 6 a 18 años volverán a las aulas después de seis meses de no pisarlas. ¿Qué pasará entonces? Qué se ha hecho en previsión de rebrotes infantiles y juveniles generalizados —y de adultos: ¿los maestros? ¿Qué se ha puesto en práctica, no sólo pensado, por una parte como prevención y, por otra, como amplio abanico de medidas de respuesta?
La nueva normalidad o nuestra represa —poco éxito tuvo este término— tiene toda la pinta de que es el ir tirando e ir tapando como se pueda —es decir, tarde y mal— los agujeros que se produzcan. Lo de siempre, vaya.
Pensar —y me centro, como se puede ver, sólo en la enseñanza obligatoria— que con el confinamiento y las vacaciones todo se enderezaría, es puro aventurismo. Confiar en la providencia cuando no se han contratado más maestros, cuando no se han adecuado los locales educativos para reducir el número de alumnos por aula, o cuando no se pone presencialmente personal sanitario en los centros y no sólo en el teléfono de un centro médico, no se puede decir que sea propio de administraciones serias.
La irresponsabilidad de los poderes públicos, de todos, porque ni los ciudadanos ni los virus entienden de competencias artificiosas e irracionales, deja inerme a la ciudadanía ante de lo que puede ser —se puede decir que ya lo es a estas alturas— la segunda oleada de la pandemia que nadie sabe como se desarrollará. No es para estar satisfechos ni mucho menos de nuestros gobernantes, de ninguno. Encima, el gobierno central y algunos gobiernos autonómicos se quieren sacudir las responsabilidades. Incompetencia e incapacidad.
Así y todo, y sin dejar la escuela, uno de los puntos calientes es no saber qué medidas se han tomado por parte del gobierno central en materia de permisos laborales retribuidos para atender a los hijos en confinamiento quincenal, cosa que pasará a los pocos días de que los coles vuelvan a abrir. El teletrabajo, para quien pueda, no es solución, porque es una alteración de las condiciones de trabajo no imputable al trabajador. Y además el teletrabajo, cuando sea posible, ya sabemos a quién le tocará tragárselo a toda costa: a las mujeres, las grandes proveedoras, encima gratuitas, de servicios sociales dignos.
En estos últimos días de eventual descanso procuremos coger fuerzas, muchas, porque la nueva normalidad será la de siempre: ir tirando como se pueda. La gobernanza digna de tal nombre ni está ni se la espera.