A través del magnífico trabajo de los periodistas de The Intercept Glenn Greenwald y Victor Pougy, hemos podido descubrir la trama corrupta, y golpista, existente en Brasil mediante la cual una serie de fiscales y jueces comandados por el exjuez Sergio Moro, hoy ministro de Justicia con Bolsonaro, lograron alterar la realidad política llegando a encarcelar al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva después de acusarlo y condenarlo por corrupción.

Glenn Greenwald no es nuevo en el oficio de desvelar tramas complejas, peligrosas y enquistadas en los aparatos estatales, tal cual lo demostró con el caso de Edward Snowden. Si algo caracteriza a Greenwald es la seriedad, la rigurosidad, la independencia y, sobre todo, el valor para denunciar, a través de su trabajo, cualquier tipo de montaje que ataque los principios básicos de la democracia.

Lo que están contando de Brasil bien puede enmarcarse en lo que se ha dado en llamar lawfare, anglicismo que surge de combinar law (ley) y warfare (guerra). Lo relevante, en todo caso, no es su denominación ni su definición, sino el cómo se está extendiendo por diversos países una estrategia que fue descrita por primera vez en Unrestricted Warfare, libro sobre estrategia militar publicado en 1999.

Solo dos años después, en 2001, este concepto comienza a ser utilizado fuera del ámbito militar estadounidense y eso se produce, como bien constatan autoras como Vollenweider y Romano, a partir de la publicación de un artículo del general Charles Dunlap en la revista de la Duke Law School.

La lawfare no sería otra cosa que la guerra a través de otros métodos pero con un claro objetivo: la aniquilación del enemigo, del contrario, del disidente y, ello, mediante la utilización no solo del derecho, sino, también y especialmente, de las estructuras del poder judicial que es el llamado a jugar un papel vital en esta nueva forma de guerra.

Este nuevo tipo de guerra, implementada a través de la judicialización de la política, es algo que se está viendo en diversos casos, especialmente en Latinoamérica, en países como Brasil, Ecuador, Argentina, Colombia, etc., y que ha dado los resultados esperados por sus diseñadores: la aniquilación de los enemigos políticos mediante la “creación” de causas penales que bien acaban con esos enemigos en prisión o destruidos mediática y políticamente de manera irreversible.

La lawfare no sería otra cosa que la guerra a través de otros métodos, pero con un claro objetivo: la aniquilación del disidente mediante las estructuras del poder judicial 

El principal instrumento a través del cual se llevaría a cabo esta nueva forma de guerra, según Vollenweider y Romano, sería el poder judicial y ello porque en los últimos años se ha convertido “en un potente espacio desde donde desplegar, casi sin limitaciones, estrategias de desestabilización y persecución política, hasta colocarse muy lejos del principio republicano del equilibrio de poderes”. 

Ello sería así, según estas mismas autoras, porque “es el único (poder) que no deriva de la voluntad popular sino de complejos mecanismos de designaciones políticas y concursos, sumado a privilegios que los demás poderes no tienen” y ello “le permite operar políticamente bajo un completo manto de institucionalidad” intentando “objetivos similares a los que otrora buscaban las fuerzas armadas: deslegitimar y perseguir figuras políticas populares opuestas a sus intereses” lo que harían “a través de “expertos”, que manejan un lenguaje técnico objetivo (el lenguaje jurídico), que se jacta de no estar “contaminado” por la política” y, añado, dando la apariencia de imparcialidad.

Esta nueva forma de guerra ideológica sería la que importantes fiscales federales de Brasil, comandados por el actual ministro de Justicia de Bolsonaro, habrían usado para acabar con la carrera política de Lula, derrotar políticamente a su partido y, de esa forma, alterar, irremediablemente, el curso político brasileño con consecuencias que aún tardaremos años en delimitar.

Lo sucedido en Brasil es muy grave, pero, seguramente, no somos capaces de dimensionarlo porque nos pilla lejos y porque no es sencillo contextualizarlo, pero si hacemos un ejercicio de imaginación, aun cuando todo ello no sea más que una ficción con fines didácticos, igual podemos comprender cómo funciona esta estrategia.

Imaginemos, por un momento, que en lugar de Brasil estamos en España y que existe una opción política fuerte, seria y con un proyecto claro que, por ejemplo, plantease un modelo republicano y la independencia de parte del territorio del Estado. Dicho proyecto podría ser combatido políticamente o, siguiendo los manuales americanos de la lawfare, también lo podría ser judicialmente... y seguimos en el terreno de las hipótesis.

Supongamos que se haya optado por hacerlo por vía judicial, para lo que, entonces, habría que disponer de fiscales dispuestos a concertarse para generar causas penales que pudiesen servir de base para criminalizar dicho proyecto político. Insisto, solo estamos hablando figuradamente.

En cualquier caso, no bastaría con contar con un grupo de fiscales dispuestos a saltarse la ley y usarla a su antojo para que ese proceso de criminalización del oponente político tuviese éxito, también harían falta jueces dispuestos a legalizar tales actuaciones, a llevar a prisión, primero preventivamente, a los opositores, para, luego de un proceso aparentemente legal, condenarles y, de esa forma, sacarles de circulación por muchos años consiguiendo, por tanto, la derrota del proyecto político que representan pero por una vía “limpia” y aparentemente legal.

Imaginemos que, en lugar de Brasil, estamos en España y que existe una opción política fuerte, seria y con un proyecto claro que plantease un modelo republicano y la independencia de parte del territorio del Estado

Muchos, llegado a este punto, nos plantearíamos que eso sería imposible en España porque, para eso, existen mecanismos que impiden los abusos y que, por ejemplo, se podría acudir al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) para que recondujese tales comportamientos o que, a través de acciones penales, se podría exigir responsabilidad a esos jueces y, además, que siempre nos quedaría el Tribunal Constitucional para hacer cumplir los mandatos constitucionales y velar por el respeto de los derechos fundamentales.

El problema surgiría, y siempre hablando de manera hipotética, en el caso en que el CGPJ también estuviese formado por jueces dispuestos a participar de esa lawfare y, también, si eso mismo sucediese en el Tribunal Constitucional. En Brasil justamente eso es lo que ha sucedido y, ahora, la única esperanza de Lula y de su proyecto político radica en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el equivalente americano del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo.

Afortunadamente, lo que sucedió en Brasil, sucede en Ecuador, en Argentina, en Colombia y en otros varios países de Latinoamérica, pero no ocurre en España porque aquí sería impensable que tal conjunción de intereses políticos se alineasen para generar un resultado tan perverso y, a través de la retorsión de los instrumentos jurídicos y del uso del aparato judicial y fiscal, se pudiese aniquilar al enemigo político.

Francamente, creo que sería impensable que en España hubiesen fiscales dispuestos a algo como lo sucedido en Brasil y, mucho menos, que las altas instancias jurisdiccionales estuviesen dispuestas a jugar el papel que han jugado en Brasil, por mucho que luego pudiesen terminar ocupando cargos ministeriales.

En España, cuando un fiscal llama “golpe de estado” a actos que en otros países se han calificado como meros ejercicios democráticos, lo hace no porque esté criminalizando la política, ni como parte de una “Spanish way of lawfare” sino por mero exceso dialéctico, ya que aquí sería impensable que unos “gringos” o unos “sudacas” nos enseñasen tan expeditivo, brutal y limpio mecanismo para acabar con los rivales políticos.

Tan claro es que estamos ante una ficción como que en España el “cuarto poder”, la prensa, actuaría como un eficaz contrapeso que denunciaría algo de estas características y no sucedería como en Brasil, Ecuador u otros países latinoamericanos en donde los medios no solo callaron sino que fueron cómplices de esta barbaridad... La gran diferencia es que nosotros no necesitaríamos de Greenwald y Pougy para desvelar tamaña barbaridad porque aquí eso no sucedería.