A través de una sistemática reiteración nos tratan de acostumbrar a una estampa militarizada de la lucha contra la pandemia y, para ello, el gobierno español nos va presentando el “parte diario” de su particular “guerra contra el Covid-19”. Igualmente, y con la misma metodología, se nos va introduciendo en una retórica belicista según la cual estamos en una guerra, que la ganaremos, y que tenemos que prepararnos para la reconstrucción del periodo de posguerra.
Junto con presentar a unos uniformados a explicarnos la situación, Pedro Sánchez no ha dudado en afirmar que "en la guerra al virus, jamás nos doblegaremos, resistiremos, venceremos" para luego insistir en que “necesitamos entre todos hacer frente a la guerra y también a la postguerra”. El problema es que las palabras se terminan adueñando de las situaciones, instalando un relato que ni se corresponde con la realidad actual ni con los desafíos a los que nos enfrentaremos y crean una artificiosa realidad que termina por consolidarse.
El contrapunto a este relato belicista que pretende instalar Sánchez lo ha dado, entre otros, el presidente alemán Frank-Walter Steinmeier cuando el fin de semana pasado declaró: "No, esta pandemia no es una guerra”, rematando la idea al afirmar: "Las naciones no se alzan unas sobre otras, no hay soldados contra soldados, esto es una prueba para la humanidad”. Steinmeier tiene razón, esta no es una guerra, abordarla como tal y plantearse la pospandemia como si de una posguerra se tratase no solo es un error, sino, peor aún, es una clara demostración de no estar entendiendo lo que está pasando ni los desafíos a los que nos enfrentamos.
Equivocarse de análisis implica, necesariamente, errar en la solución y, de pasada, arrastrarnos hacia un escenario que para nada nos ayudará a enfrentar aquello que se nos viene encima. Esto no es una guerra y me explicaré.
En una guerra se mata y se muere; aquí solo se muere y, por tanto, todos estamos sufriendo el rigor del confinamiento y el dolor de las pérdidas de vidas humanas, la incerteza sobre el futuro y el desgaste económico
En una guerra hay bandos enfrentados, aquí todos estamos en el mismo bando o deberíamos estarlo y, por ello y como primer punto, no existe la necesidad de dotar de ningún tipo de protagonismo, ni mucho menos mediático, a los uniformados. Esto no es una guerra.
En una guerra se mata y se muere; aquí solo se muere y, por tanto, todos estamos sufriendo el rigor del confinamiento y el dolor de las pérdidas de vidas humanas, la incerteza sobre el futuro y el desgaste económico que el confinamiento está generando, pero, afortunadamente y pensando en el futuro, no le estamos causando daño ni dolor alguno a ningún enemigo. Esto no es una guerra.
En una guerra se destruye, pero también gasta y produce, en función de las necesidades bélicas. Aquí solo nos hemos sometido a un proceso, obligado y necesario, de hibernación productiva y de consumo que no se compadece con la destrucción y la producción que toda guerra genera. Esto no es una guerra.
Más claramente dicho, una guerra destruye fábricas, instalaciones diversas, edificios, alumbrados públicos, carreteras, hospitales, casas, etc., y, sin embargo, bastará poder salir de nuestros hogares para comprobar que todo eso sigue en pie y que no existe el tipo de destrucción que se nos está vendiendo. Esto no es una guerra.
Ahora bien, es evidente que la hibernación productiva y de consumo tiene unas consecuencias económicas, sociales y anímicas muy importantes que deberán ser abordadas cuando se supere la fase aguda de esta pandemia, pero la reconstrucción en nada se parecerá a la propia de una posguerra. Esto no es una guerra.
La auténtica devastación no es a nivel de infraestructuras, sino de estructuras económicas, de tejido empresarial, de modelo económico y confianza social. No será necesaria una elevada inversión ni gasto público en infraestructuras para el proceso de reconstrucción, con las ventajas y desventajas que ello conlleva. Esto no es una guerra.
Lo que realmente se necesita es entender qué es lo que ha sucedido, qué cambios se han producido, producirán y consolidarán en nuestra sociedad y visión del mundo, a qué modelo de sociedad nos encaminamos y, además, pero, sobre todo, un esfuerzo de acompañamiento estatal para que todos podamos volver a ponernos en marcha.
Las estructuras productivas, en lo material, están intactas y, por tanto, no es necesario reconstruirlas, sino dotarlas de liquidez para que puedan volver a funcionar y sean capaces de hacer la transición hacia el nuevo modelo al que deberemos adaptarnos, una vez que hayamos definido cuál será, pero sabiendo ya que no será igual a aquel al que nos habíamos acostumbrado.
La globalización, sobre la cual estábamos basculando, parece no ser un modelo sostenible en el tiempo, al menos no compatible con el adecuado equilibrio con nuestro ecosistema ni con lo que puede ser una época de pandemias y riesgos de salud pública de dimensión global. Esto conllevará, necesariamente, el replanteamiento de los modelos productivos y un acercamiento de la producción a los lugares en que se vaya a necesitar y consumir. Es muy probable que pasemos de la globalización a la regionalización, con las derivaciones que ello tendrá y las necesidades de inversión que implicará.
Los desafíos son tantos y tan complejos que lo mejor es partir por hacer un análisis honesto de la situación, huir de clichés, y llamar a las cosas por su nombre y qué mejor que partir aceptando que esto es una pandemia, no una guerra
Saber hacia dónde vamos sería lo ideal, pero es difícil hacer predicciones cuando ni tan siquiera tenemos claro qué día podremos salir de nuestras casas. Ahora bien, una cosa es no saber a dónde vamos y otra muy distinta es saber a dónde no queremos ir.
En primer lugar, no podemos volver al sitio desde el que partimos porque esta pandemia ha demostrado, entre otras cosas, que con un modelo globalizado cada uno de nosotros y todos juntos somos extremadamente vulnerables, tan vulnerables como que un virus, al que no podemos ni ver, nos aniquila por millares.
En segundo lugar, no podemos deslizarnos hacia un escenario de autoritarismos, control estatal de la privacidad y la intimidad, militarización, odio y restricción de derechos y libertades, porque de ese tipo de situaciones ya tuvimos sobradas y nefastas experiencias a lo largo del siglo pasado.
En tercer lugar, no podemos adentrarnos en un sistema autárquico, sino en uno de descentralizada integración basada en la solidaridad y lealtad, pero manteniendo la diversidad y el respeto mutuo. Las naciones, que conocen mejor a sus ciudadanos que los estados, habrán de cooperar, conservando sus respectivas identidades y peculiaridades, y caminar hacia modelos regionales que permitan dar respuestas rápidas a los diversos problemas, seguramente nuevas pandemias, a las que con más y más frecuencia nos vamos a ver enfrentados.
Los desafíos son tantos y tan complejos que lo mejor es partir por hacer un análisis honesto de la situación, huir de clichés, y llamar a las cosas por su nombre, y qué mejor que partir aceptando que esto es una pandemia, no una guerra y que no habrá una posguerra sino una pospandemia que requerirá una respuesta muy distinta a la que se daría en una situación postbélica.
Como el futuro no será como el pasado, y de eso ya podemos estar seguros, no nos dejemos atrapar en relatos interesados por un uso indebido del lenguaje, por lo que propongo que, de cara al proceso que abordaremos más temprano que tarde, en lugar de llamarlo reconstrucción comencemos ya a hablar de construcción. Después de la guerra se reconstruye, pero cuando lo que cambian son los paradigmas, se construye.