Las múltiples incidencias generadas a partir de la judicialización de la política, especialmente de aquella que afecta al conflicto entre Catalunya y España, hacen que día a día sea más complejo entender el estado de las cosas y las consecuencias de cada nueva aberración jurídica con la que se trata de tapar la anterior. Si todo esto es complejo para quienes seguimos la actualidad de manera diaria y directa, mucho más lo es para aquellos que lo hacen desde más arriba de los Pirineos.
Cuando se podía mantener el discurso de que los catalanes eran supremacistas y que esto no era más que un problema interno que sería resuelto dentro de España y por los españoles, la cosa parecía ir bien. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que ese discurso no es comprado fuera de las fronteras del Estado y, día a día, ese relato queda más y más vaciado de contenido porque la realidad supera la imaginación de cualquiera.
El problema, cuyas consecuencias las sufren también los catalanes, es interno de España, en eso podemos estar de acuerdo, pero la solución al mismo, hace ya tiempo, dejó de estar en manos de España por una razón muy sencilla: el estado español ha demostrado ser incapaz de culminar un proceso de transición a una auténtica democracia y, además, la consolidación democrática de todo estado miembro es una obligación de la Unión Europea.
El caso catalán, que en Europa terminará siendo llamado el caso español, a través de su internacionalización, está demostrando las carencias de un proceso inconcluso de transición hacia una auténtica democracia que, entre otras cosas, no solo consiste en votar cada tantos años como se ha ido acreditando día a día, acción tras acción, en estos últimos dos años.
Más aún, y desde una perspectiva estrictamente europea, lo que está quedando en evidencia es la existencia de una clara disfunción entre el ordenamiento jurídico nacional, nunca mejor dicho, y el de la Unión; unas normas incompatibles con las comunitarias, una visión del derecho contraria a la europea y una manera de aplicar la ley que repugna a las democracias consolidadas.
El desafío es inmenso y, sin duda, inaplazable si no se quiere perder, tal vez de manera definitiva, el tren de la democratización en cuyo último vagón nos ofrecen plaza preferente desde la Unión Europea. La cuestión no es menor y, más aún, teniendo presente los propios desafíos a los que se enfrenta la Europa unida a partir del Brexit y la irrupción de los populismos fascistoides que tan reconocibles nos resultan.
Ahora bien, no todo lo que el caso catalán, que insisto terminará siendo el caso español, está poniendo de manifiesto afecta exclusivamente al proceso de democratización español, sino que, también y afortunadamente, está marcando el camino para la consolidación de un proyecto unitario de Europa al enseñar, poco a poco, algunas de las áreas en las que ha de avanzarse más de cara a conseguir hacer realidad el que Europa se “fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres”.
El estado español ha demostrado ser incapaz de culminar un proceso de transición a una auténtica democracia, y la consolidación democrática de todo estado miembro es una obligación de la Unión Europea
Hacer realidad lo prometido en el Tratado de Lisboa, ofertando a los ciudadanos europeos “un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores, en el que esté garantizada la libre circulación de personas”, implica, necesariamente, asumir como propio el problema generado por el caso español e ir sacando, poco a poco, las conclusiones adecuadas sobre cuáles son algunas de las tareas pendientes.
A fecha actual, y sin ánimo de ser exhaustivo, podemos identificar dos grandes áreas que afectan, entre otras cosas, al derecho de representatividad y a la seguridad jurídica como mecanismos para garantizar la libre circulación de las personas en el espacio común. Me explicaré.
Las decisiones adoptadas por la Junta Electoral Central (la temida JEC) tanto en relación con los eurodiputados Puigdemont, Comín, Junqueras y ahora Ponsatí como las referidas al president Torra son un fiel reflejo, de una parte, de la falta de encaje de las normas electorales españolas respecto de las europeas y de cómo dichas normas pueden ser usadas para restringir, de manera indebida, el derecho de participación y representación, que resulta que son pilares básicos de cualquier estado democrático. El desafío es avanzar hacia una normativa común, de la Unión, que regule estos temas desde una perspectiva europea y democrática, reduciendo, de esa forma, el margen a la arbitrariedad y a la tiranía de la que tan tributarios son algunos.
La condena de los miembros del anterior Govern, por un inexistente delito de sedición, así como la persecución de los exiliados por igual e inexistente delito, contrasta con la interpretación que, de los mismos hechos y ante las mismas pruebas, han realizado los tribunales de otros estados miembros. Atenta directamente al derecho a la libre circulación la falta de armonización de los ordenamientos jurídicos y, especialmente, el ámbito penal dentro de una Unión sin fronteras.
Solo a partir de la existencia de una armonización de los códigos penales, adaptando el español a criterios democráticos, será viable, desde una perspectiva de respeto de los principios, valores y derechos garantizados a todos los ciudadanos de la Unión, la utilización del instrumento de cooperación previsto en la Decisión Marco 2002/584/JAI de 13 de junio de 2002 reguladora de las euroórdenes. Un sistema de cooperación jurídica basado en la confianza mutua requiere, necesariamente, asentarse en un lenguaje común, es decir, en normas comunes. Dicho en otros términos: se construyeron ordenadores pero aún no se ponen de acuerdo en el lenguaje de programación.
Ambos ejemplos aquí citados afectan a la esencia del problema: unas altas instancias jurisdiccionales que no es que no sean independientes, que lo son, sino que tienen agenda política propia y que, además, carecen de cualquier contrapeso como poder del Estado, con el peligro que ello conlleva para cualquier sistema que se pretenda definir como democrático.
Los ejemplos citados parecen ser problemas españoles, pero, si los miramos desde la adecuada perspectiva, son de ámbito europeo y, por tanto, la solución ha de venir de Europa y, sin duda, ello facilitará el trabajo a quienes tengan que asumir las tareas de democratización de España porque si no se puede cambiar a quienes son el problema, al menos se puede limitar su margen de discrecionalidad que, al final, termina siendo siempre de arbitrariedad.
Estas disfunciones sistémicas han sido y son algunas de las evidenciadas a través de la internacionalización del conflicto entre España y Catalunya, no las únicas, y, como se terminará demostrando, el caso español tendrá que ser resuelto por Europa pero España estará en deuda, también, con Catalunya por haber sufrido tanto para poder demostrar algo que es tan evidente: España necesita ayuda para concluir su proceso de democratización y, mientras tanto, Europa nos mira y ya no entiende nada.