Muchas veces, para entender lo que sucede en un momento y lugar preciso es necesario tener claro de dónde viene esa situación o cómo se ha gestado el escenario que permite que ello suceda. Tener claro de qué tierras vienen los actuales lodos que embarran la realidad del estado español requiere, como en cualquier otro escenario, echar la vista atrás y, más temprano que tarde, eso se terminará descubriendo.
Hace muy poco he podido leer El jefe de los espías, de Editorial Roca y escrito por Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote, libro sin el cual es muy difícil comprender determinados fenómenos que afectan no solo a la realidad española y catalana, sino, también, a la forma de aproximarse a esa realidad y el cómo se informa de la misma.
El jefe de los espías es una gran recopilación, análisis y contextualización muy documentada de las agendas, anotaciones y reflexiones de Emilio Alonso Manglano, quien fuese director del CESID, hoy CNI, y consejero del Rey. Del cómo pensaba, cómo analizaba y cómo actuaba quien modernizó y creó lo que son los actuales servicios de inteligencia españoles se pueden sacar grandes lecciones y algunas conclusiones que sirven para comprender cuán profundo es el déficit democrático que afecta al estado español.
El libro, por lo bien documentado que está gracias a los autores y, sobre todo, al trabajo metódico de quien escribía para la historia y sabiendo que no sería espiado, permite analizar los problemas por segmentos y, qué duda cabe, uno de los que más puede sorprender, pero que explica mucho, es el cómo Manglano establece un sistema bidireccional de acceso y entrega de información, fase esta última que, traducida a tiempos actuales, consistiría en la instalación de los distintos relatos.
Dicen en El jefe de los espías: “Manglano tarda poco en comprender la importancia de la prensa, aunque precisa que solo “en algunos casos”, y señala otra idea relevante: 'Colaboración con un grupo de periodistas selectos'. El CESID buscará incorporar a su red de informantes a reputados informadores que estén dispuestos a ofrecer información a los servicios de inteligencia de su país. Desde la perspectiva del CESID, es un planteamiento audaz; desde la del periodista que acepta, es deontológicamente dudoso”.
Y que como “la prensa acecha, y los servicios de inteligencia quieren estar al tanto. Manglano no se va a andar con menudencias. En sus primeras notas teóricas ya había tenido en consideración la importancia de tener personas de confianza entre los informadores”.
La realidad, la autenticidad, la fiabilidad o la lógica detrás de las informaciones termina siendo irrelevante, porque el objetivo no es informar, sino, más bien, desinformar y crear estados de opinión sobre los que luego actuar
En resumidas cuentas, muy a comienzos de la década de los ochenta, el jefe de la inteligencia española se da cuenta de una doble necesidad: obtener y colocar información y qué mejor que hacerlo a través de su propia red, bien controlada y aceitada, para que, de una parte, le entreguen buena información y de otra generen acertada propaganda.
Se trata, en el fondo, de lo que Marcos Schwartz denomina “una de las enfermedades más comunes del periodismo es el periodismo de estado” y que “La diferencia entre un ‘periodista de estado’ y un periodista a secas es que el primero asume con naturalidad la existencia de las cloacas del estado, mientras que el segundo se resiste a aceptar, aunque lo tachen de ingenuo, que la democracia tenga alcantarillas”.
Para Schwartz, “un periodista padece 'periodismo de estado', por ejemplo, cuando asume como un hecho inevitable, e incluso necesario, la existencia de las cloacas del estado”, criterio que comparto plenamente y que, día a díam estamos viendo cómo aquella construcción de Manglano sigue viva.
Justamente ese “periodismo de estado”, que por definición es la negación misma del periodismo, es lo que llevamos años viendo y padeciendo a raíz del conflicto entre el Estado y Catalunya.
Son ya años en que vemos como en determinados momentos surgen relatos monocordes que apuntan en determinadas líneas y de los que se llegan a hacer eco infinidad de medios porque, en el fondo, la fuente es fiable o, mejor dicho, la fuente es relevante en función de la posición que ocupa dentro de la estructura del Estado.
La realidad, la autenticidad, la fiabilidad o la lógica detrás de esas informaciones termina siendo irrelevante, porque el objetivo no es informar, sino, más bien, desinformar y crear estados de opinión sobre los que luego actuar.
Manglano no llegó a conocer el concepto de fake news, pero sí que tuvo muy claro, desde un comienzo, la necesidad de manipular la información
Schwartz, que también ha leído El jefe de los espías, concluye: “Una democracia, para que sea merecedora de tal nombre, exige una permanente fiscalización de las instituciones por parte de la ciudadanía. Y el periodismo es uno de los instrumentos por excelencia para desarrollar esa tarea. Ello exige no traspasar ciertas fronteras en las relaciones con el poder, eso que llaman 'líneas rojas', como lamentablemente ha sucedido en muchos casos desde la Transición hasta nuestros días.”
No le falta razón a Schwartz, pero su optimismo contrasta con mi percepción sobre la profundidad del fenómeno y el cómo esa dinámica perversa, antidemocrática, gestada por Manglano, se ha perpetuado a lo largo de las décadas. Así, se ha gestado un statu quo del que difícilmente se puede salir sin dar pasos valientes que permitan a un amplio sector del periodismo regresar al punto del que nunca debió salir y, por tanto, cumplir con su mandato constitucional de garantizarnos el derecho a “recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”.
Ser hijo de periodista, de uno que informaba en y contra una dictadura, me ha permitido, desde muy niño, tener claro qué es periodismo y qué es propaganda.
Manglano no llegó a conocer el concepto de fake news, pero sí que tuvo muy claro, desde un comienzo, la necesidad de manipular la información para, a través de los medios de comunicación, conformar la opinión pública y generar los estados de ánimo útiles y necesarios para la posterior actuación política, policial o judicial que cada momento y situación requiriese.
Sus informantes siguen vivos y en activo, pero, por ley de vida, camino de retirarse. Sin embargo, lo que está más vivo que nunca es la escuela, el método y los medios instalados hace más de cuatro décadas para esculpir la opinión de una sociedad, de forma tal que permita aceptar como normal aquello que no lo es.
La actual red de desinformadores es sólida, amplia y se encuentra bien engrasada, seguramente hasta descontrolada, y eso permite que día a día vayamos viendo cómo se distribuyen informes, datos, exclusivas que permiten destruir reputaciones y, sobre todo, generar los estados de ánimo que luego permitan asumir como normal lo que no es más que una disfunción sistémica que impide avanzar en la construcción de un estado democrático y de derecho.
En cualquier caso, saber y comprender de dónde venimos ayuda mucho a tener claro hacia dónde vamos, y una lectura intelectualmente honesta de El jefe de los espías necesariamente nos llevará a conclusiones muy pesimistas sobre un estado y una sociedad a la que, a través de muchos métodos, incluidos el de la desinformación, se le viene anestesiando desde hace décadas para no entender que una democracia, sin adjetivos, se construye, ante todo, con información veraz.