En matemáticas, y explicado de forma muy simplificada, los conjuntos se definen por sus elementos o, mejor dicho, por una cualidad o propiedad común presente en todas sus partes, aunque en otras propiedades puedan diferir. A los estados les pasa igual y, por tanto, para poder definir a un estado como democrático ha de buscarse la cualidad democrática que, necesariamente, tiene que estar presente en todos sus elementos, aunque en lo demás difieran, porque, de no apreciarse, estaríamos impedidos de poder llamarle tal, por muchos adjetivos calificativos con los que queramos decorarlo.
Ahora, cuando ya han pasado dos meses desde que The New Yorker y Citizen Lab hiciesen público el escándalo del CatalanGate, parece un buen momento para comprobar si al conjunto denominado España se le puede calificar como de democrático.
Trataré de hacerlo a través de una revisión somera de los distintos elementos de ese conjunto, pero, seguramente, antes de entrar en ese análisis, sea conveniente establecer un marco base y, para definir el escenario en el que nos movemos, resulta muy útil hacerlo a partir de la cita de una sentencia del Tribunal Supremo de España, que allá por 2012 decía que este tipo de prácticas “en los tiempos actuales solo se encuentran en los regímenes totalitarios en los que todo se considera válido para obtener la información que interesa, o se supone que interesa al Estado, prescindiendo de las mínimas garantías efectivas para los ciudadanos y convirtiendo de esta forma las previsiones constitucionales y legales sobre el particular en meras proclamaciones vacías de contenido”.
Por lo dicho, no seré yo quien discrepe de tal razonamiento y, por tanto, bien podemos asumir que el espionaje político al que hemos sido sometidos muchos, bastantes más de los que hasta ahora se conocen, es una práctica que solo se da en regímenes totalitarios, pero no en un estado democrático y de derecho. A partir de esta base, deberemos ver si los elementos del conjunto presentan una característica común que nos permita calificarlo como de democrático.
La reacción del gobierno central al CatalanGate ha consistido, básicamente, en justificar lo sucedido, ponerse en la posición de víctima y tratar de generar una cortina de humo mediante la cual tapar las vergüenzas para que el olor a putrefacción se difumine con el transcurso del tiempo y la intensidad de la actualidad política. Básicamente, no han hecho nada para investigar realmente lo sucedido ni para exigir responsabilidades, más bien todo lo contrario.
El Legislativo no ha diferido de lo hecho por el Ejecutivo: nada, y de ese poder, que seguramente reúne a otro número significativo de espiados —muchos de ellos aún por conocerse—, poco se puede esperar porque en esta legislatura, más que en cualquier otra, se ha perfilado como una prolongación del poder ejecutivo, en lugar de actuar como su contrapoder natural.
En situaciones como la del CatalanGate los estados demuestran en qué categoría han de ser encuadrados, y España este examen no solo no lo ha superado, sino que ha demostrado que todas las partes que lo componen carecen de un elemento común que permita definir al conjunto como democrático
La reacción de las altas instancias jurisdiccionales no ha diferido, más bien han cerrado filas en torno a Pablo Lucas Murillo, el “juez del CNI”, que fue quien autorizó los, como mínimo, 18 espionajes asumidos por el Gobierno y que nada tienen que ver con lo denunciado en el CatalanGate. El juez del CNI simultaneó dos actividades incompatibles: la función jurisdiccional resolviendo nuestros recursos y la de ir autorizando, al mismo tiempo, el espionaje a través del cual iba conociendo los pasos que daríamos en esos mismos asuntos que él tenía que resolver.
El Defensor del Pueblo, que es “el Alto Comisionado de las Cortes Generales encargado de defender los derechos fundamentales y las libertades públicas de los ciudadanos mediante la supervisión de la actividad de las administraciones públicas españolas”, muy lejos de indagar en lo sucedido y defender los derechos fundamentales de quienes hemos sido espiados, se puso delante de la manifestación justificadora de todo lo hecho defendiendo lo indefendible y amparando a Pablo Lucas Murillo, juez del CNI, asumiendo que estos delitos no eran tales sino que todo fue legal porque se contó con “un elevado grado de detalle en la información de que disponía el Magistrado del Tribunal Supremo para poder adoptar una decisión de autorización o no autorización”.
Del cuarto poder, el periodismo, salvo honrosas excepciones que no permiten la necesaria generalización como elemento del grupo, tampoco es que se hayan podido rescatar notas características que permitan designarlos como comunes denominadores de un conjunto auténticamente democrático. En términos generales, el silencio sobre lo sucedido, o abiertamente su justificación, han sido la tónica de quienes están llamados, por imperativo constitucional, a ser quienes nos aporten una información veraz y, además, actúen como contrapoder de todos los demás poderes.
Pero nada de lo anterior sería realmente grave si no fuese por el amplio respaldo social que ha tenido el hecho de que fuésemos espiados. No son necesarias profundas encuestas para tener claro que una amplia mayoría de los ciudadanos del Estado apoyan lo realizado y, si alguien quiere desmentirme, qué mejor que hacer una encuesta en profundidad que demostrase cuán amplio es el apoyo social con el que cuenta el espionaje político, de carácter masivo, al que hemos sido sometidos muchos, bastantes más de los hasta ahora asumidos.
Si la sociedad, mayoritariamente, no justificase o aceptase que el Estado, o aparatos paraestatales, espíen a sus ciudadanos, no a cualquiera sino solo a los independentistas, entonces no habría poder lo suficientemente fuerte como para defender este tipo de prácticas que “en los tiempos actuales solo se encuentran en los regímenes totalitarios”.
Es en situaciones como la surgida, a partir del CatalanGate, cuando los estados demuestran en qué categoría han de ser encuadrados y, por mucho que se empeñen, España este examen no solo no lo ha superado, sino que ha demostrado que todas las partes que la componen carecen de un elemento común que permita definir al conjunto como democrático. No superado el examen, qué más da cuántos y cuán intensos sean los adjetivos a través de los cuales se pretende dotarla de unas cualidades de las que carece.
Han pasado dos meses y todos, absolutamente todos, han quedado en evidencia justificando, apoyando, encubriendo o silenciando unos hechos que acreditan unas prácticas que, como bien tiene dicho el Tribunal Supremo “en los tiempos actuales solo se encuentran en los regímenes totalitarios” y, esta vez, sin duda, tengo que darle la razón a un Tribunal Supremo que veremos cómo se desdice de sus propias palabras.