No creo que sea necesario analizar la reciente sentencia del Tribunal Constitucional, sobre el estado de alarma decretado durante la parte más álgida de la pandemia, para poder sostener que estamos ante un tribunal que, en compañía de otras altas instancias jurisdiccionales del Estado, ha abandonado no solo su propio marco constitucional, sino cualquier empatía con la realidad. El problema no es esta sentencia, sino lo que vienen haciendo desde hace ya demasiados años.
Algunos llevamos tiempo apuntando al auténtico problema al que se enfrenta el estado español y que no es que vaya impidiendo un desarrollo y consolidación democráticos, sino que le arrastra a una involución que cada día le aleja más de cualquier parámetro europeo.
Hasta ahora, cuando sus resoluciones solo apuntaban en la dirección enemiga ―vascos y catalanes―, han sido muchos los que han preferido no ver la realidad y, con ese silencio cómplice, han permitido que el problema se cronifique, con las consecuencias que ello está teniendo para la calidad democrática, siempre precaria en un país con marcada tradición autoritaria.
El problema de fondo, hasta ahora, es que quienes tienen que decidir si asumen la situación como un problema y buscar una solución conforme a las normas del club al cual hasta ahora pertenecemos, tienen escasa percepción de la gravedad de la situación y les pesa una mochila cargada de silentes complicidades.
Pero no solo por ello no se aborda el problema, también por falta de visión de futuro y de valentía para plantarse ante una realidad que cada día se hace más insoportable y que, poco a poco, irá asfixiando no solo a vascos y catalanes sino a todos aquellos que no comulguen con los dogmas de un grupo de poder que prefiere el NO-DO al telediario, que añora la realidad en blanco y negro en lugar de adscribirse a la policromía propia de cualquier estado democrático.
No pensemos que el tema va de falta de independencia del poder judicial, sino, tanto o más grave, de falta de imparcialidad de un poder judicial y un Tribunal Constitucional que tienen agenda política propia
El Tribunal Constitucional, como el Consejo General del Poder Judicial y el conjunto de altas instancias jurisdiccionales ―llenas de aspirantes a formar parte de las anteriores y, por tanto, dispuestos a emular sus hazañas―, supone el impedimento para que el Estado avance hacia un proceso que dejaron a medio camino en la mal llamada, y siempre tan cacareada, Transición.
En cualquier caso, y a efectos de delimitación del problema, no pensemos que el tema va de falta de independencia del poder judicial, sino, tanto o más grave, de falta de imparcialidad de un poder judicial y un Tribunal Constitucional que tienen agenda política propia.
Esta falta de imparcialidad no viene dada por su relación con las partes en conflicto ―causa común de pérdida de imparcialidad― sino por una clara adscripción ideológica ―que va más allá de lo partidista― hacia unos postulados incompatibles con cualquier estado democrático y de derecho, por tanto, incompatibles con el derecho de la Unión Europea y sus principios fundamentales.
Por diversas razones ―muchas de ellas inconfesables―, mientras la cosa fue de vascos o catalanes, el problema no se veía o no se quería ver. Cuando afecta o comienza a afectar a otros ámbitos y a la propia gestión de la política estatal, es cuando algunos empiezan a abrir los ojos mostrándose sorprendidos por una realidad que, estando muy presente, no veían ni asumían.
Ahora bien, dejando merecidos reproches al margen, parece claro que cuanto antes se asuma el problema, más sencillo será buscar, encontrar e implementar soluciones.
La respuesta a una situación como la actual requiere, entre otras cosas, de un cambio radical de paradigma. Sí, ha de abordarse el problema desde su raíz y hacerlo sin complejos, sin miramientos y, sobre todo, sin tutelas ni temores.
Igualmente, pensar que el problema es solo estatal, o solo de los españoles, es también un error; se trata de un asunto que tiene tal intensidad que resulta necesario solucionarlo ―leal y honestamente― entre todos para, de esa forma, desbrozar el terreno que genere un nuevo escenario que permita avanzar en la solución de los problemas que afectan a los derechos de todos, incluidos, y especialmente, los derechos de las minorías nacionales atrapadas dentro de un Estado y unas estructuras que se nos hacen intolerables.
Dicho más claramente, mientras no se ayude a lo que queda de fuerzas democráticas dentro del Estado a solucionar sus problemas, difícilmente dichas fuerzas van a contar con el espacio y margen de maniobra necesarios para abordar un problema que es acuciante como es el del reconocimiento de los derechos básicos de todos los pueblos de la Península y, en especial, el derecho a decidir sobre su propio futuro.
En cualquier caso, la solución a los problemas estructurales y de falta de calidad democrática de España se pueden y deben solucionar internamente ―dentro del Estado―. Pero en caso de no hacerse, más temprano que tarde nos veremos ante un escenario que, desde que comenzó la persecución de los exiliados, nadie ha querido ver y que consiste en que la solución venga impuesta desde fuera.
Pensar que el problema es solo de los españoles es también un error; se trata de un asunto que tiene tal intensidad que resulta necesario solucionarlo entre todos para desbrozar el terreno que genere un nuevo escenario que permita avanzar en la solución de los problemas que afectan a los derechos de todos
Recientemente, hemos visto cómo la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa ponía a la justicia española a niveles de la turca, razón no les falta, y ello ha conllevado un enfado descomunal en quienes son sujeto pasivo de dicho informe. El problema es que no es el primero ni parece que será el último pronunciamiento europeo sobre la materia.
Para los escépticos sobre las posibilidades de la justicia europea, esta semana hemos visto como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha acordado adoptar medidas cautelares en contra de Polonia por una situación perfectamente asimilable en sus aspectos esenciales a la española y se trata de una resolución que siendo de obligado cumplimiento está pasando desapercibida en España; pues no lo es y aquellos que creen que los Pirineos les protegerán de la justicia europea bien que deberían estudiarla y comenzar a pensar en cómo les afectará a ellos.
Pensar, como hacían húngaros y polacos, que pueden torear a la justicia europea es un error; lo mismo es aplicable para quienes sostienen que el derecho válido es el que emana de las interpretaciones del Supremo y/o del Constitucional español.
Ahora, cuando las caretas se van cayendo y cuando están pendientes una serie de pronunciamientos europeos en el caso catalán generados a partir de la lucha desde el exilio, bien sería el momento de saber cómo se va a actuar: si nos aislarán de nuestro entorno geográfico y jurídico ―con las consecuencias que ello tendrá― o, por el contrario, dejarán que de una vez por todas España avance hacia una democracia que no necesite ser adjetivada.
Europa es un motor diésel, de los antiguos, que tarda en arrancar y más en coger velocidad de crucero, pero que, cuando lo hace, es muy difícil parar.
Los catalanes, liderados desde el exilio con una innegable resiliencia, con una incuestionable visión europeísta y con una envidiable determinación, han empujado a que ese vehículo se haya puesto en marcha y, con sus más y su menos ―sus alegrías y sus sinsabores―, llegará al destino que todos los demócratas deseamos… Y, por tanto, aquí y ahora la pregunta que toca hacer es: ¿quiénes quieren estar en la meta?