En un mismo Estado, la ley tiene que ser igual para todos los ciudadanos, indistintamente. Un grupo dominante, numéricamente mayoritario o minoritario, no puede, en ningún caso, disponer a su arbitrio de los derechos fundamentales de los otros grupos. Tenemos miles de textos legislativos por todo el mundo con esta premisa. Lo tuvo que repetir la Santa Sede en un documento en que se especificaba el papel de la Iglesia contra el racismo, escrito hace más de 30 años, en 1988. Allí se exponía el fenómeno del "racismo espontáneo", aquel que sobre todo en países con fuerte inmigración se daba entre los habitantes con respecto a los extranjeros, sobre todo si estos se distinguían por su origen étnico o por su religión. De entrada, estas personas se reciben con prejuicios y se corre el riesgo de desencadenar reacciones que se pueden manifestar por un "nacionalismo exacerbado", decía el texto, más allá del legítimo orgullo por la propia patria, y advertía también incluso de un "superficial chovinismo", degenerando después fácilmente en xenofobia o en odio racial.
Es una trampa populista considerar opuestos el amor por la patria y el odio por el extranjero, porque de lo que se trata es de que el extranjero acabe integrándose y amando también la patria, no odiándola y sintiendo rechazo por una tierra y por sus habitantes que no lo han acogido. El racismo es mundial. Aquí tenemos problemas con el racismo, también. Y países que son enormes, como los Estados Unidos de América, tierra grande con maravillosas oportunidades, también ostenta la lacra del racismo que no se ha extinguido. De hecho, desde hace diez años, la discriminación y el racismo, especialmente contra colectivos afroamericanos e hispanos, se ha disparado. El racismo no es nuevo, sino que ya se incoa con los primeros deseos del país por ser un espacio de libertad y de igualdad, pero para los que provenían de Europa: los autóctonos, los negros, los hispanos... no formaban parte de este deseo originario, y las consecuencias de este "pecado original" siguen haciendo daño.
En el territorio de los EE. UU., destacan los "alt-right" (palabra que fusiona alternative right o derecha alternativa), con su fundador Richard B. Spencer, que se han constituido como un movimiento poco definido, pero con muchos tentáculos que incluyen ideologías puristas que atacan a extranjeros, homosexuales y personas de izquierdas que según ellos no son americanos como ellos. Son ellos quienes intentaron unir varios grupos supremacistas blancos en 2017 en Virginia en una manifestación que acabó con un muerto y una veintena de heridos. Desde aquel momento, los Estados Unidos han intensificado su vigilancia porque el enemigo quizás no está a miles de kilómetros y en otros continentes, sino que va en bata y zapatillas y simplemente está en casa y es de casa.
Si bien los movimientos sociales han conseguido, desde la abolición de la esclavitud, que los derechos civiles ganen terreno, y con eso la sociedad norteamericana ha sido ejemplar, no han acabado todavía en la papelera de la historia movimientos raciales o instigadores de odio contra personas y colectivos, como el Ku Klux Klan. No se dice, pero la idea de la superioridad del blanco (que tiene orígenes en una idea civilizadora europea donde irlandeses, británicos, daneses, alemanes... forman parte de este ideal) sigue muy trenzada en la mentalidad. Es imposible pensar en un mundo que funcione si seguimos con los cristales teñidos por el racismo. Si sacas el tema, automáticamente eres tildado de izquierdas, porque es políticamente incorrecto que una persona de derechas quiera hablar de estas cuestiones. La dignidad de las personas no es de izquierdas ni de derechas, por mucho que los manipuladores oficiales se dediquen a pregonarlo.