"Mira —me ha dicho Jesús cuando el avión se preparaba para aterrizar, girándose hacia la ventanilla— aquí debajo se libró la batalla de Maratón". En sus manos tenía una edición bilingüe, latín-catalán, de un libro de Josep Plantí que ha traído para leer durante el viaje. "¿Lo conoces?", me ha preguntado viendo que lo miraba. Iba a decirle que sí, que es uno de mis personajes favoritos de la Guerra de Sucesión, pero el avión ha empezado a bajar a toda prisa y una punzada en la cabeza me ha dejado sin palabras. Jaume se ha quejado de un oído. Iñaki todavía dormía. Jesús se ha puesto a leer en voz alta el latín de Plantí, y parecía que rezara. Cuando ya tocábamos tierra, ha dicho con cara de satisfacción, como si acabara de zamparse un gran almuerzo: "No es Cicerón, pero escribe muy bien".

La primera impresión que me ha dado Grecia es la de ser un país recién salido del comunismo. Eran las once de la mañana y los trabajadores del aeropuerto se movían como si se acabaran de levantar. Casi parecían ofendidos con el hecho de tener trabajo, como si el deber de ganarse la vida fuera un agravio. "No han salido de la Odisea, ¿verdad?", me ha dicho Jesús con ironía, como si me hubiera leído el pensamiento y me pidiera paciencia. He recordado la descripción que Henry Miller hace del país en El coloso de Marusi, escrito hace casi un siglo, y he tratado de imaginarme cómo serían los nietos de Giogios Katsimbalis, el homenot que da fuerza al libro. Este pensamiento me ha cambiado la perspectiva y de repente he visto a los griegos como animales en cautividad: Odiseos nostálgicos, víctimas su propia astucia, atrapados por el consumismo, la burocracia y el sueño del progreso.

Iñaki, que es quien lleva las cuentas del grupo, ha ido a alquilar el coche y Jesús le ha echado una mano bailándole el agua a la chica del mostrador con su griego. Hemos desenvuelto unos bocadillos de tortilla de alcachofa que Jesús preparó ayer y, siguiendo sus instrucciones, hemos circunvalado Atenas por un cinturón de ronda largo y aburrido, sin mucho tráfico. Hacia las 12, hemos pasado por delante de las ruinas de Eleusis y hemos empezado a ver franjas del mar Egeo de forma intermitente. Cuando nos habíamos acabado los bocadillos, Jesús ha dicho: "Desde la carretera no se puede ver, pero justo aquí debajo a la izquierda hubo la batalla de Salamina". No hacía tanto mal tiempo como decían las predicciones y los elementos del paisaje aparecían recortados con precisión, como si miraras el mundo a través de las lentes pequeñas de unos binóculos.

He comentado que Heribert estaría contento de saber que sus teorías se cumplían y Jesús ha rematado: "La palabra Diáfano, cogida desde la raíz griega, significa la división de las cosas que se ven". A la derecha, bajo una línea de cresta de montañas ásperas, atoradas de nubes paquidérmicas, ha empezado a aparecer el mar de Corinto. Cerca del agua, agrupaciones de casas sin pies ni cabeza, hechas con materiales de baja calidad, como las que han destrozado nuestra costa dorada. El mar era de un azul marino intenso, y su quietud de lago romántico producía un bonito contraste con el dinamismo aguado y luminoso del cielo. Mientras hablábamos de la batalla de Lepanto, hemos salido de la autopista y hemos tomado la carreterita de montaña que sube hasta Kalavrita. A medida que subíamos, el paisaje que habíamos visto hasta entonces, de chaparrales, regatos y barrancotes, un poco áspero y despeinado, ha empezado a coger la densidad misteriosa de los bosques continentales.

He visto a los griegos como animales en cautividad: Odiseos nostálgicos, víctimas su propia astucia, atrapados por el consumismo, la burocracia y el sueño del progreso

Kalavrita, dice Jesús, fue el primer pueblo que se alzó contra el Imperio Otomano. A medida que subíamos, el día se ha ido oscureciendo y ha empezado a llover. Iñaki conducía con disciplina, afinando cada curva. Jaume y Jesús hablaban de la vegetación. Aquí abetos, allí pinos carrascos, aquí retamas, allí almendros, acebuches, cerezos y robles. El mar de Corinto aparecía y desaparecía entre las montañas cada vez más aterciopelado e imponente. A pesar de la meteorología, nos hemos detenido a hacer las primeras fotos: "De bajada, el camino todavía es más bonito" —ha dicho Jesús. Colgado encima de la montaña, había un monasterio asomado al vacío. Y un poco más allá, una cruz plantada al borde de un acantilado, señalando el lugar desde el que los nazis despeñaron a los monjes que allí vivían.

En Kalavrita nos esperaba el cuñado de Jesús, Thanassis, un señor bajito y compacto, con aire de sindicalista retirado. La casa es sencilla y confortable, pero parece que no haya tocado la decoración —ni los electrodomésticos— desde los tiempos de la Guerra Fría. Todo el pueblo da la impresión de vivir sin prisas, como el señor Thanassis, que camina con unos pasitos muy graciosos de polluelo medio dormido. Jaume me ha llevado a un rincón del comedor y me ha mostrado un retrato de Stalin. Thanassis se ha ido animando y ha empezado a hablarnos en griego como si tuviéramos que entenderlo. Lo hacía con un aplomo formidable, mirándonos directamente a los ojos, como un maestro que dijera una lección y quisiera asegurarse de que sus alumnos le entendían. Me da la impresión de que ha dicho que Felipe González es un fascista.

Jesús no ha tenido más remedio que ir traduciendo. El griego me ha parecido una lengua abrupta, como si cada palabra la hubieran arrancado de una cantera a golpes de piolet. Entre el chorro de palabras incomprensibles había una palabra más dulce que entendía indefectiblemente: Miquel. He mirado a Jesús y ha sonreído con discreción. Por un instante me he preguntado si tenía un pasado de espía, pero he recordado que un día me contó que, cuando vino a pedir la mano de su mujer, se presentó como Miquel. Decir que me llamo Jesús, en este país, sería como si en Catalunya un extranjero se te presentara diciendo que se llama Jesucristo." He vuelto a observar a Thanassis, la expresión robusta, el bigote soviético, el telefonito móvil de los años 90. Llevaba un albornoz viejo y los pies calzados con unas zapatillas azules combinadas con unos calcetines blancos.

He pensado que la vocación de Grecia debe de ser la vida contemplativa, que es el entretenimiento de los hombres sabios que ya no pueden creer en nada.