No me canso de repetir que todo el programa del PSC de Illa hacia el “problema catalán” se encuentra condensado en el libro de Josep Ramon Bosch, exlíder de Sociedad Civil Catalana, llamado Cataluña, la ruta falsa / El problema catalán: cómo solucionarlo y no sólo conllevarlo. Si lo leen, entenderán el sentido de tanta obsesión por desnacionalizar el país, por descapitalizar su capital, las bombillas “inclusivas”, la renuncia al pesebre de la plaza Sant Jaume, los elogios del aceite de Jaén, la alineación de la diplomacia catalana con la española, las banderas inéditas en el despacho presidencial, las reverencias al rey Felipe, incluso el nuevo imaginario que se nos sirve en TV3 (donde Juana Dolores tiene infinitas más posibilidades de salir entrevistada un sábado por la noche que ningún otro escritor en catalán). La agenda es explícita y estamos ante el ejercicio más descarado del PSC para desarticular ya no el independentismo, sino la propia idea del país. El cambio de nombre del aeropuerto ya era un aviso: seremos una autonomía y gracias. Cualquier otra cosa molesta demasiado, o provoca demasiados problemas.

Como existe una explícita guerra cultural, incluso los conciertos para ayudar con los aguaceros del País Valencià serán de dos tipos: uno organizado y subvencionado por el Ayuntamiento de Barcelona, ​​protagonizado por Serrat y por Estopa, y otro cívico, organizado por Òmnium y la ANC (y con decenas de entidades adheridas), donde el protagonismo artístico será para Santi Balmes, Joan Dausà, Oques Grasses, Figa Flawas, Sopa de Cabra, Julieta, La Fúmiga, Buhos, Brams, Els Catarres, 31 FAM, Elèctrica Dharma, Lluís Llach, Borja Penalba y otros. Toda iniciativa es buena para ayudar a los compatriotas del sur, por supuesto: pero las culturas, las formas de hacer, las intenciones y los estilos, siempre rezuman detrás de los actos. Este último concierto no deja de ser una indicación de lo que se puede hacer para combatir (sí, combatir) la deriva por donde las instituciones quieren llevar el país: montárnoslo nosotros, plantear la alternativa cultural y, si puede ser, demostrar que no es ninguna cultura alternativa, sino que es la propia, la de la verdadera sociedad civil, la Catalunya real, la que tiene derecho a intentar ser mainstream. Decir que el aceite catalán es el mejor del mundo no debería ser una corrección de un (innegable) error presidencial, ni debe suponer ningún “enfrentamiento entre territorios”, ni es una señal de supremacismo, ni siquiera supone hacer una buena competencia: es decir una verdad. Y de verdad es de lo que van vacíos los gobiernos socialistas. No debería ser tan difícil aprovecharlo.

Cuanto más de verdad sean los mensajes políticos, más responderá positivamente la gente. Esta es la lección básica que no debe desaprenderse del procés, cualquier cosa que se haga tiene que ser de verdad, ya sea hacer la independencia o decir que ahora no toca hacer la independencia. Al fin y al cabo, el procés fue verdad. Es hacerle un favor al bando contrario decir que fue mentira. Sin duda, estuvo demasiado lleno de errores, o de cobardías, o de incompetencias, o de luchas de partido, pero yo a mis hijos les dejo claro que aquí vivimos un proceso de independencia, que movió a la gran mayoría del país y que al final no prosperó. Si les digo que hicimos todos una comedia, aparte de engañarles, entierro la lucha de muchísima gente. Y regalo, ahora sí, la victoria total al adversario: la amnesia, la relativización, la minorización. La "normalidad".

Estamos ante el ejercicio más descarado del PSC para desarticular ya no el independentismo, sino la propia idea del país

Cuando el mensaje político conectó con la verdad, las calles se llenaron de política; cuando se volvió demasiado artificioso y cínico, conquistaron la Generalitat los líderes en cinismo. No digo que el cálculo, o incluso cierto grado de cinismo o de contradicción, no sean necesarios en política: incluso los más “puros” o radicales utilizan el cálculo y el cinismo, el problema no es este, el problema es el exceso o más bien el absoluto vacío. No se pueden hacer discursos demasiado vacíos, demasiado neutros, demasiado esterilizados e insípidos: esto te lo puede aguantar la realidad (y solo por un tiempo), porque la realidad a veces es insípida, pero no te lo aguanta ningún sueño ni ninguna idea. La virtud y el problema que tienen los sueños es que también son reales. Las pesadillas también, por cierto. Por eso, aunque discrepo profundamente de las pretendidas “soluciones” de Sílvia Orriols, no es tan difícil identificar cuándo el país sufre y necesita gritar. Siempre se encuentran las vías para gritar, y si no se encuentran por vía institucional, o por la vía dialogante, se pueden encontrar en la deriva oscura y con dicción de Pasión de Esparreguera. Pero lo que es seguro es que se encuentran. Siempre se acaban encontrando. Europa entera es hoy testigo de ello.

El discurso que quiera combatir la presidencia de Illa (o la alcaldía de Collboni) debe tener en cuenta que no estamos en una batalla por la hegemonía política, sino por la hegemonía cultural. Illa ha dado señales inequívocas de encontrarse en esta guerra, y la respuesta debe ser de carácter equivalente. No puede basarse solo en el tecnicismo, ni en el tacticismo, sino que debe ser una respuesta cultural. De actitud, de forma de ser y de hacer, incluso en el pacto. Mientras en Barcelona (en toda Catalunya) muchos hemos decidido no cambiar de lengua en ningún momento ni circunstancia de nuestro día a día, en los mensajes políticos también debe imponerse tanto el sentido común como el sentido de resistencia. La conciencia de lo que nos estamos jugando. No hace falta añadirle ningún dramatismo, porque el país puede librar esta batalla y ganarla de sobras. Tampoco hace falta ir de demasiado puros, ni prohibirse pactos de ningún tipo, porque la política exige mucha más cintura (y más cinismo) que el pensamiento. Pero sí hay que mostrar claramente que se sabe dónde estamos. Estamos en una “normalización” antagónica a la iniciada en 1980, vestida de amabilidad, generosidad, diálogo e incluso pacto político. Es más eficaz "procurar el efecto sin que se note el cuidado". El problema es cuando el cuidado se nota. Porque se nota. Y se nota mucho.