Los símbolos son el motor de la política. Quien domina los símbolos domina a la sociedad. El periodista norteamericano Walter Lippmann lo explica en su ensayo más famoso, The public opinion, que apareció en 1922, un año antes del Putsch que llevó a Hitler y a sus camaradas de la cervecería a la prisión. La tesis de Lippmann es que no podemos entender a las personas si no conocemos el imaginario a través del cual leen sus experiencias y los hechos concretos que pasan cada día a su alrededor.
Lippmann se dio cuenta de que la tensión entre libertad y democracia a menudo acaba intoxicada por la bola propagandística que generan los intereses nacionales o partidistas. Cuando un colectivo entra en crisis sus medios de propaganda tienden a forzar la realidad intensificando la difusión de estereotipos antiguos y justificadores. Entonces, puede pasar que si los discursos empiezan a volar demasiado bajo, una sociedad camine hacia el abismo cegada por un embrollo de prejuicios, malentendidos y razonamientos envenenados.
No es casualidad que, en el Estado español, los viejos conflictos territoriales hayan emergido a medida que los valores militares y etnocidas que condicionaron la Transición se han desvanecido. Cuando las condiciones cambian, los símbolos del consenso también entran en crisis. En la Unión Europea ha pasado una cosa parecida; y en los Estados Unidos, donde los fracasos de Iraq y de Afganistán han encendido una feroz guerra de símbolos entre Washington y Donald Trump.
Sea a través de la denuncia o del negacionismo, la decadencia de Occidente favorece que los activistas tiendan a utilizar los traumas del pasado para extender la indignación y dominarla a favor suyo. El resultado es que el rendimiento que dan palabras como fascista, etnicista, racista o machista es muy proporcional al proceso de putrefacción que sufre la cultura occidental. El hecho de que el presidente turco se erija como un defensor de la democracia o de que China se permita acusar a los tibetanos de incitar al odio étnico es un síntoma de la degeneración del discurso humanista que Europa se vanagloria de haber puesto en circulación.
Este junio, The Economist denunciaba el panorama con un número sobre la intolerancia. Se titulaba Free speech under attack, yla portada llevaba la foto de una cara con la boca cerrada con un candado. En Catalunya sabemos por experiencia que en el mejor de los casos las sociedades sin libertad de expresión se vuelven sentimentales, tímidas y manipulables. Es aquello que decían Eugeni Xammar y Josep Pla en su serie de artículos Periodisme? Permetin!, publicada en plena dictadura de Primo de Rivera: la falta de polémica no es una prueba de civilización, sino un síntoma de provincianismo y de subyugación.
En España todo el mundo se declara muy demócrata y favorable a la libertad de pensamiento –cuando menos desde hace unas décadas–. Aquí no vamos a buscar a nadie en su casa con machetes, como en Bangladesh, ni ponemos a los disidentes en la prisión, como en Turquía, China o Rusia. En un Estado en el cual buena parte de la población ha vivido la censura franquista y no tiene antepasados que hayan disfrutado de regímenes liberales es lógico que la mayoría de personas se sientan satisfechas con la mera existencia de un quiosco lleno de diarios y de libros.
Aun así me llama la atención que algunos partidos dediquen tanto tiempo y tantos medios a mantener a un ejército de troles que tiene como única misión insultar y desacreditar a los adversarios intelectuales y políticos a través de las redes. Me pregunto cómo acabaremos pagando esta infamia. Es muy gordo que las mismas organizaciones que dan lecciones de diálogo y de moderación se dediquen a incendiar los debates a escondidas, para facilitar la absorción social de su ideario.
En la medida en que la indignación es subjetiva, el derecho a indignarse se ha convertido en una fuente magnifica de arbitrariedad y de electoralismo. Si digo que el número de ciudadanos que han sido acusados de hacer apología del terrorismo se ha multiplicado por cinco desde que ETA dejó las armas, quedará bien claro el poder que la política española está dando a la figura del ultraje y de la ofensa. El ambiente de histeria moralizadora conviene a los jihadistas y también al sistema que algunos jóvenes dicen querer abatir con sus arengas puritanas.
En Francia, que fue una referencia para los exiliados europeos, Brigitte Bardot ha sido condenada cinco veces por odio racial a causa de sus criticas a los métodos que utilizan los mataderos de halal. Gran Bretaña también se va volviendo intolerante. Según una encuesta, el 47 por ciento de los británicos de entre 19 y 29 años son partidarios de censurar por ley las opiniones ofensivas con las convicciones religiosas, mientras que los partidarios de más de 50 años no pasan del 32 por ciento.
El think tank Freedom House dice que en los últimos 12 años la libertad de expresión ha bajado en todo el mundo. Reporteros sin fronteras calcula que la libertad de prensa ha disminuido un 14 por ciento desde 2013. Las universidades americanas están preocupadas por los boicots que sufren algunos conferenciantes y académicos en nombre de la democracia y la justicia. Entre la hipersensibilidad de algunas víctimas y el cinismo de algunos defensores de la libertad, la circulación de ideas se está volviendo difícil incluso dentro de la academia. Eso, claro, afectará a la educación de las generaciones que vienen.
Amayrta Sen recuerda que ninguna democracia con libertad de expresión ha pasado nunca hambre. Sen, por cierto, tiene un libro, titulado The Idea of Justice, donde explica que toda legalidad sirve para legitimar el sistema de intereses y la visión del mundo de una élite étnica o cultural concreta. En este sentido es significativo que un partido como Ciutadans, que va de liberal, transparente y democrático, tenga una dirigente capaz de hacer borrar cuatro años de tuits de su querido marido catalán sólo por el hecho de que defendían posiciones independentistas, ampliamente compartidas dentro de su país.
Cuanto más lo pienso, más me horripilo. Me recuerda a estas series sobre extraterrestres que llegan a la tierra en son de paz y luego se comen o esclavizan a los humanos. El diablo, dicen los ingleses, se manifiesta en los detalles. Aplicado a la guerra de los símbolos: Si Cima retira los tuits, es amor. Pero, si no, entonces es la guerra.