La llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa y de Quim Torra a la presidencia de la Generalitat me ha recordado un documental de John Pilguer sobre la multitud de mentiras que se dijeron para justificar las guerras de Iraq y de Afganistán. El documental explica que, en el ecuador de la Primera Guerra Mundial, el primer ministro británico Lloyd George dijo al editor de The Guardian: "Si la gente supiera la verdad, la guerra se acabaría mañana mismo, pero, por supuesto, no la sabe ni la puede saber".
En todo conflicto siempre hay una guerra paralela que los gobiernos hacen contra la inteligencia de la gente. Esta guerra que no se ve a veces sirve para reforzar a la sociedad en torno a unos valores duros, que permiten la supervivencia en tiempos difíciles. Otras veces ponen las bases de la destrucción de los mismos regímenes que las conducen o incluso de los países que gobiernan. Naturalmente, el resultado depende tanto de la sofisticación de los discursos oficiales como de la consistencia del pueblo que los escucha.
Incluso en tiempo de paz los gobernantes tratan de ganarse el corazón de la gente con manipulaciones más o menos interesadas. A pesar de eso, la realidad pone sus límites y cuando los políticos fuerzan demasiado los discursos pagan las consecuencias. La caída del PP, después de los atentados del 11-M, no se explica sin las mentiras que el gobierno de Aznar dijo para ganar terreno en la guerra contra ETA y, al mismo tiempo, para evitar que la carnicería se pudiera relacionar con los soldados que España había destinado en la invasión de Iraq.
La caída de Zapatero y la fabulosa desorientación que produjo entre los votantes del PSOE tampoco no se puede explicar sin los abusos de la propaganda. El gobierno socialista acabó pagando más cara del que habría sido necesario su responsabilidad en la crisis económica a base de intentar negarla. No es casualidad que Rajoy haya caído más por los abusos que cometió cuando luchaba por sobrevivir a la oposición, durante su larga travesía por el desierto, que por la gestión que ha hecho del conflicto con Catalunya.
La vuelta de Josep Borrell deja clarísimo que el PSOE y el PP están perfectamente de acuerdo. Si Rajoy ha sido sustituido ha sido porque la corrupción debilitaba el discurso español sobre la legalidad que hasta ahora ha servido para justificar el Estado ante el independentismo. Aunque ERC y PDeCAT intenten vender la moto que los socialistas quieren empezar una segunda Transición, la única razón que explica la caída de Rajoy es que Madrid necesita continuar la política centralizadora de forma controlada.
Sánchez no nace condenado porque haya recibido el apoyo de los independentistas. La mentira que lo acabará atrapando es que ha tenido que decir que echaba a Rajoy por culpa de la corrupción, cuando la corrupción solo es una excusa para frenar a los chicos de Ciudadanos y reforzar el Estado delante de Catalunya. Con el tiempo se verá que el PSOE y el PP han pactado para intentar salvar la unidad de España y que la corrupción y el diálogo con Catalunya son pura propaganda.
Asimismo, el presidente Quim Torra no tiene posibilidades de reconducir la situación, por mucho que hable con Sánchez, e incluso aunque el nuevo presidente español quisiera y tuviera margen para ayudarlo. En la entrevista que Vicent Sanchis le hizo a TV3 todo era forzado. Se notaba que Torra ha sido investido con el apoyo de formaciones que gesticulan para disimular que han perdido el prestigio y la credibilidad ante Madrid y ante los electores independentistas.
Ya hace años que los políticos catalanes actúan como si las palabras no significaran nada y al final siempre se acaban asfixiando con sus propios discursos. Eso explica que, al día siguiente mismo del referéndum, Oriol Junqueras y su equipo se reunieran aterrados y llegaran a la curiosa conclusión que "habían dado demasiada cuerda a la gente". En el entorno de Puigdemont estaban contentos porque, a pesar de las bofetadas y que el 1 de octubre superaba al 9-N, Junqueras había incumplido el pacto con el Estado de contener la situación con un referéndum de baja intensidad que no pusiera a España contra las cuerdas.
La insistencia en el discurso de la violencia policial fue un intento de salvar la estrategia original, que buscaba un fracaso honroso para poder convocar elecciones. A Puigdemont y su entorno les permitía seguir explotando el victimismo, mientras que los republicanos encontraron una forma de justificar ante Madrid que la situación les hubiera salido de madre. Junqueras se quiso quedar pensando en que cambiaría unos meses de cárcel por 20 años de presidencia, sin entender que el Estado cambiaría la estrategia una vez constatada la derrota y que el país iba al margen de los políticos.
Al final, pues, no sirvió de nada que Montoro interviniera las cuentas de la Generalitat antes del referéndum para que Junqueras no pudiera ser acusado de malversación. Cada vez que los dirigentes catalanes han creído que no había nadie para dar contenido a sus palabras, se han visto arrastrados por la gente y han acabado castigados por el Estado español. Es lógico pensar que el mismo proceso demagógico que llevó hasta el 9-N y hasta el 1 de octubre, tarde o temprano hará aparecer políticos nuevos que se tomarán seriamente la idea de implementar la República, que ahora se hace circular con tanta alegría.
Igual que las mentiras sobre la guerra de Iraq se giraron contra sus promotores, también las mentiras del proceso transformarán la situación española. La degradación de la política acabará destruyendo la mentira de fondo que ha articulado las estrategias catalanas y ha sostenido la unidad de España los últimos años: la idea de que la independencia es imposible. Si, como dijo el profeta, al final todo vuelve a su origen, el independentismo quedará en manos de los actores que promovieron el movimiento de base y las consultas de 2009 y 2011.