Mi verano ha empezado con el concierto que ha ofrecido Rufus Wainwright en los Jardins del Palau de Pedralbes. El cantante llega cansado. Lo dice él, enfatizando lo que significa una gira en la que tiene que coger muchos vuelos estivales. Por la mañana estaba en Florencia, mañana toca en Mallorca. Y a pesar del cansancio, Rufus, solo en el escenario con un piano de cola alquilado para la ocasión y dos guitarras como únicas compañeras de viaje, hace un concierto con una voz aérea, prodigiosa, y unas luces de fondo que iluminan las paredes de un palacio en que el rey es un fantasma en todas sus acepciones. El concierto no está lleno, hay sillas vacías, y pienso que algo no va bien si una figura como Wainwright no lo peta. Barcelona es una ciudad agotada, como Rufus, que cierra el concierto con tres bises. Uno de ellos, el envolvente Going to a town, y la guinda del pastel: su Hallellujah, versión de una versión que el malogrado Jeff Buckley hizo de la canción de Leonard Cohen. Buckley hizo una adaptación tan buena que todo el mundo piensa que Cohen es el impostor.
Con un solo disco llamado Grace, Buckley se ganó un lugar en la nostalgia musical. Y hablo de nostalgia, porque murió ahogado en el río Wolf, en Tennessee. Tenía 30 años y estaba preparando un segundo disco. Como tantas figuras que mueren jóvenes, se especuló si, en realidad, se había suicidado. Una especulación que a quien menos le debe importar es a Buckley, pero esto de Tennessee, la América profundísima, me hace pensar en Trump y la posibilidad de que vuelva a ocupar la Casa Blanca como lo hacen los depredadores. Y la posibilidad de que ocupe el trono de los Targaryen de barras y estrellas, convierte los luminosos parajes de mi verano en óbitos territorios, como los páramos que se extienden ante el Muro de Hielo. Nos esperan unos juegos de tronos en que los dragones serán un caniche comparados con los líderes que los alimentan.
Viví un año en Nueva York, pero eso hace mucho tiempo, en la época en que cayó el muro de Berlín y los norteamericanos consideraron que habían ganado la batalla definitiva contra el mal comunista. Aunque no puedes conocer los Estados Unidos viviendo en Nueva York, en aquellos años Trump era el rey empresarial de la ciudad que nunca duerme, una exageración aunque lo cantara Sinatra. Quien parecía que no dormía nunca, al menos en su apartamento situado en la Trump Tower, era Donald, más atento a los deseos de las reinas de la belleza que a los de su mujer Ivana. Se decía, porque Nueva York también puede ser un patio de vecinos, que Donald, el magnate, tenía como amante a Marla Maples, Miss Georgia. Con el tiempo, Marla acabaría convirtiéndose en su mujer y, también, en una reconocida cornuda. Pero los líos de faldas eran un plus en la fama de Donald, el prototipo de lobo rabioso de Wall Street, muy amigo de Jeffrey Epstein y tan neoyorquino que nadie pensaba que acabaría convertido en el ídolo de la América profunda.
Nada hace pensar que el mundo permitirá que el verano sea un paréntesis para recuperar fuerzas mentales, ni para recuperar la fe en la política y los votantes
Con la renuncia a la reelección de Joe Biden, nada hace pensar que Trump pierda las elecciones de noviembre. Y mira que los demócratas hablan de Kamala Harris como candidata con posibilidades de vencer a la bestia, una política a quien los contertulios nuestros la llaman directamente Kamala, por aquello que somos una colonia norteamericana y conocemos mejor al gobernador de Florida que a la consellera de Territori de Catalunya, Ester Capella. Y con la amenaza trumpista convertida en tangible y Putin reinando Rusia con mano de zar capitalista, con la neofascista Meloni gobernando Italia y el anarcopsicópata Milei meándose sobre la sociedad del bienestar, con el presidente Xi Jinping haciendo de chino y Netanyahu bombardeando a los que le sale del prepucio circuncidado, nada hace pensar que el mundo permitirá que el verano sea un paréntesis para recuperar fuerzas mentales, ni para recuperar la fe en la política y los votantes.
Y en esta pequeña aldea denominada Catalunya, sin pociones mágicas con las que vencer el Imperio del Mal liderado por jueces, obispos y políticos, y con más druidas flipados que políticos catalanes capacitados, seguiremos viviendo de falacias mientras la mesa del Consell per la República se desmantela para convertirse en leña para la próxima pira de San Juan y el PSC —¿alguien sabe qué partido es este?— silba como siempre mientras cepilla la caspa a los barones de la Casa Gran. Es un milagro, según una encuesta del CEO, que todavía existan, entre los que me incluyo, un 40% de catalanes independentistas. Y mira que yo preguntaba a Toni Comín, amigo en aquellos tiempos, "¿seguro que lo tenéis todo listo?", y me decía que sí, que Europa nos escucharía, y que España no se atrevería, y que... el mundo de color de rosa. Era septiembre del 2017.
En este verano del 2024, que todo está por hacer es una realidad como una catedral, y que todo es posible es una obnubilación. Me refiero a Catalunya, porque, en el mundo, las cosas están mucho más diáfanas. Y siempre tengo la sensación de que vivo en el bando equivocado. Ideológicamente, tendría que ser catalán pepero y, en consecuencia, buena persona. Y futbolísticamente madridista y coleccionar Champions como quien colecciona cromos. Y también trumpista, machista y negacionista del cambio climático. Si viviera en el bando acertado, este verano 2024 no habría empezado con un concierto de Rufus, sino con uno de Nacho Cano, compositor grandioso, dice él, y uno de aquellos hombres que cuando se hacen mayores se parecen a su tía. Qué gran memo bendecido por Díaz Ayuso es este Nacho Cano, miembro honorífico de toda aquella banalidad denominada Movida. Si viviera en el bando acertado, viviría el agosto tranquilo, convencido de formar parte de los ganadores de la historia en mayúsculas. Aquellos que saben que, meen donde meen, nunca se salpicarán. Hallelujah!