La tediosa vida política catalana se nutre de ciertos conceptos regurgitantes que configuran el eterno retorno de nuestro pan de cada día (expresiones como "disposición adicional tercera", "ampliación del aeropuerto", "mejor financiación de toda la historia" o "traspaso de Rodalies"), una serie de sombras platónicas que retornan a menudo de los muertos como el padre de Hamlet para advertirnos de que nunca acabaremos de pasar página del todo. Uno de estos espectros es el famoso Hard Rock, el proyecto de gran casino con el que algunos políticos quieren joder (aún más) la vida a nuestros compatriotas del sur, como si nacer en según qué sitios no fuera ya una putada lo suficientemente considerable. Confirmando que el país ha entrado en el delirio más absoluto y panderetero, parece que la aprobación de los próximos presupuestos dependerá únicamente de ello, como si no hubiera asuntos más importantes que abordar.
Importa un pimiento dónde se haga y cómo se haga; un casino siempre constituirá una horterada como una catedral. Los comunistas dicen que el Hard Rock es inviable porque fomenta el turismo de masas (eso ya lo podían haber pensado mejor cuando permitieron que campara libre por Barcelona durante dos legislaturas) y porque el invento en cuestión amenaza con tener una piscina de seis mil metros cuadrados, lo cual hace daño a la vista en tiempo de sequía. Servidor se opone al Hard Rock por algo mucho más catalán —y, por lo tanto, estrictamente racional— como es la estética. Este país nuestro siempre ha tenido cierto criterio de fineza (incluso los corruptos preservan el buen gusto en el arte del ladrillo) y este casino hay que desestimarlo porque atenta contra los mínimos estándares mediterráneos y con eso no se juega. Si un tinglado fuera bello y proporcionado, ¡lo celebraríamos aunque nos costara toda el agua del río Besòs!
Catalunya debe aspirar a algo más que convertirse en el escaparate de un casino en el que los barrigudos de Wisconsin se gasten el patrimonio y donde mandadas de familias absurdas de todo el mundo crean que descansar equivale a hacer compras en un centro comercial. Importa un pimiento que el chiringuito en cuestión pueda generar puestos de trabajo; lo importante no es que el país tenga a la gente ocupada (hay cosas monstruosas, como Auschwitz o la Sagrada Familia, que también han generado muchísimo sudor, y a la vez un daño terrible a la humanidad), sino que su trabajo sea aplicado y tenga prestigio. Deberíamos aspirar a querer un país de médicos, bailarines e ingenieros, y no a convertirnos en una fábrica enloquecida de azafatas y animadores, salpimentada de cocteleros argentinos. El enemigo siempre nos ha reprochado que somos demasiado prisioneros de la estética. Es justo lo contrario; el buen gusto es lo que nos ha hecho sobrevivir tan desvelados.
Como siempre, cuando nuestra clase dirigente no sabe qué decir, sobresale practicando un chantaje emocional de parvulario
Sinceramente, no entiendo que un partido como el PSC (que había tenido la gracia de colonizarnos, como la mayoría de partidos españoles, pero organizar fastuosas olimpiadas con una cierta gracia estética) puede empeñarse con esta cutrez del Hard Rock y hacerlo condición indispensable de un sí a los presupuestos. De hecho, ningún partido serio del planeta debería subsumir inmoralmente su apoyo a unas cuentas públicas, poniéndolas en cuarentena, debido a un proyecto privado, y más todavía si el único objetivo del invento en cuestión es atraer a zombis para enchufarlos delante de unas máquinas tragaperras. Con tal barómetro estético, no me sorprende que —este mismo fin de semana— el Ayuntamiento de Barcelona haya celebrado acoger a 30.000 springbreakers de EE.UU., unos bípedos que visitarán nuestra capital con el único objetivo de embriagarse y embadurnarnos los barrios a base de micciones.
Pero el paripé más excelso de este retorno fantasmático del Hard Rock es el de un Govern según el cual nos tenemos que tragar la mandanga de parque temático, pues, de no transigir, la cosa implicaría castrar los enésimos presupuestos más sociales de la historia. Como siempre, cuando nuestra clase dirigente no sabe qué decir (o conoce perfectamente la desventaja de presentarse al mundo como un país de ferias y casinos), sobresale practicando un chantaje emocional de parvulario. ¡Ahora resulta, reina mía, que hay que tragarse el Hard Rock para que nuestros niños no hagan el ridículo cuando se conocen los resultados del informe PISA o para que los ayuntamientos dispongan de más recursos para evitar la sequía! ¡Manda huevos!, y que el lector me disculpe la grosería, que la protección social se tenga que garantizar al precio de unos nachos con guacamole y de toneladas de chancletas unidas por la armonía de un puto karaoke.
No sé si me perturba más el mal gusto de la clase dirigente o el chantaje con el que nos quieren hacer tragar un casino como si fuera un centro cívico. Espero que la cosa no salga adelante, que la gente del sur ya tiene bastante con el paisaje cotidiano y ahora solo falta que se lo ensucien con los detritus de un repóquer de fealdad oceánica.