A dos días de las elecciones presidenciales en Estados Unidos sería demasiado atrevido hacer un pronóstico de quién ganará, pese a que las encuestas y los cálculos de probabilidades señalan a Donald Trump como vencedor más probable. Aun así también tengo que hacer caso de amigos buenos conocedores de la realidad americana que aseguran que la campaña de Harris ha recaudado más dinero que nunca y que lo está utilizando muy efectivamente en un tipo de campaña quirúrgica, no tan centrada en los grandes medios, sino trabajando casa por casa y barrio por barrio en los Estados clave que decantan la elección de presidente.
De momento, los cálculos son que Harris tiene asegurados 226 votos de los 270 que otorgan la presidencia, es decir que le faltan 44, mientras que Donald Trump tiene asegurados 219 y le faltan 51. Nate Silver, el experto más conocido en hacer pronósticos, le da a Trump el 53,4% de probabilidades de ganar, y a Harris el 46,2%, lo que equivale prácticamente a un cara o cruz, pero quienes se juegan dinero haciendo apuestas confían en la victoria de Trump por un margen superior.
Y para terminar el recorrido de pronósticos hay que citar la previsión del historiador Allan Lichtman, que con un sistema muy sui generis no muy avalado por los científicos de la demoscopia, ha acertado el ganador de todas las elecciones desde 1984, salvo las del 2000, que no es que no acertara, sino que un tribunal conservador le arrebató la victoria a Al Gore para dársela a George Bush. Ahora Lichtman, en contra de la mayoría de pronósticos, afirma que ganará la candidata del Partido Demócrata, la actual vicepresidenta, Kamala Harris.
¿Cómo es posible que la candidata demócrata no arrastre partidarios como para tener la elección asegurada, teniendo de contrincante a un energúmeno de la categoría de Donald Trump?
La pregunta que se hace todo el mundo, sobre todo en Europa, es: ¿cómo es posible que un personaje tan chapucero como Donald Trump arrastre a tantos seguidores después de haber provocado un golpe de Estado y otros desastres y barbaridades? Sin embargo, la pregunta debe formularse al revés. ¿Cómo es posible que la candidata demócrata no arrastre una multitud de partidarios como para tener la elección asegurada, teniendo de contrincante a un energúmeno de la categoría de Donald Trump?
Efectivamente, las presidenciales de 2024 se han convertido en un nuevo referéndum sobre Donald Trump y es la tercera vez que pasa, dos con los Demócratas en la Casa Blanca y una con Trump de presidente, que es cuando perdió tras una gestión inverosímil pero muy cruenta de la pandemia de covid. En 2016, Trump ganó a Hillary Clinton, porque era el candidato del cambio y Clinton representaba el establishment y el continuismo para una opinión pública que registraba un nivel muy elevado de insatisfacción. En 2020, con un candidato poco atractivo como Joe Biden, impuesto por el aparato del partido, los demócratas ganaron no tanto por méritos propios sino por la movilización en su contra que propició el propio Donald Trump.
Por alguna razón, aquella movilización contra un hombre que se considera un peligro para la democracia se ha apaciguado justamente cuando la fiera se muestra más feroz y al mismo tiempo más grotesca. La única explicación es el desencanto que ha generado la presidencia de Biden. No son pocos los intelectuales progresistas y activistas de diversas causas que expresan su escepticismo ante las elecciones y la poca confianza en que los demócratas cambien la situación.
El Partido Demócrata está cada vez más identificado como defensor del establishment y gestor de un statu quo que ya le va bien, cediendo a Trump la bandera del cambio
En cambio, paradójicamente, sí ha habido cierta movilización de antiguos partidarios de Trump, referentes del Partido Republicano, pidiendo el voto para la candidata demócrata. Uno de los primeros en pronunciarse solemnemente fue Dick Cheney, vicepresidente con George W. Bush y factótum en todas las decisiones que llevaron a la guerra de Irak. A continuación ha habido pronunciamientos en cadena. Lo más significativo es que buena parte de estos republicanos tuvieron responsabilidades en el ámbito de la seguridad nacional, la Defensa, el FBI y la CIA.
El general James Mattis, alias Mad Dog, (Perro Feroz) fue uno de los primeros nombramientos de Trump como secretario de Defensa. Rex Tillerson, el primer secretario de Estado. El general Joan Kelly fue jefe de gabinete de Trump. John Bolton, asesor de seguridad nacional... la lista es larguísima. Todos consideran que Trump es un político autoritario que no cree en la democracia, pero sobre todo, destacan su ignorancia y su incompetencia.
Esto tiene mucho que ver con las actitudes de Trump con política exterior y de defensa. Todo el mundo tiene claro que con Trump de presidente el escenario de la guerra de Ucrania cambiará a favor de Putin y que las relaciones con la OTAN y con la Unión Europea irán a peor. Los generales se asustan ante un Trump que no entiende la geoestrategia, que ve la alianza con los europeos como un gasto innecesario y cuyo aislacionismo puede acarrear la pérdida del liderazgo militar de Estados Unidos y de rebote la caída del imperio.
Es significativo que antiguos altos cargos cargos republicanos, halcones del militarismo estadounidense, se hayan movilizado a favor de Harris y denigren ahora a Trump
Es decir que, desde el punto de vista militarista, los uniformados y el núcleo duro del complejo militar industrial tienen la garantía de que con Harris todo va a seguir igual y con Trump de presidente puede pasar cualquier cosa. En este sentido, Kamala Harris y el Partido Demócrata representan al establishment y Trump una cierta idea de cambio. Ante el conflicto en Oriente Medio, la administración Biden-Harris no se ha atrevido a cambiar nada. En cuanto a la inmigración, Harris ha endurecido su discurso contra la inmigración ilegal y su gobierno ha aumentado como nunca las deportaciones para poder competir en este terreno con la brutal retórica de Trump. La economía ha mejorado, pero la percepción dominante es que solo los más ricos se aprovechan de ello. La inflación ha bajado, pero la gente trabajadora tiene la percepción de que los salarios siguen bajos y los precios del consumo cotidiano se han mantenido elevados…
Estos inputs son los que identifican a los candidatos demócratas como simples gestores de un statu quo que ya les está bien, cediendo a Trump la bandera del cambio. Es esto tan evidente, que Kamala Harris en su multitudinario mitin en el Mall de Washington hizo como si Biden no existiera.
Así que el resultado de las elecciones no depende de quién quieren los ciudadanos que sea presidente, sino de quién no quieren que lo sea. Todavía hay quien piensa que el presidente debe ser necesariamente varón y blanco, pero eso son minorías. Sí que hay una mayoría clara de ciudadanos en Estados Unidos que no quiere a Trump de presidente, pero falta que vayan a votar y parece que el miedo a Trump ya no es lo que era.