Pues no lo sé, francamente. (spoiler: varios usuarios, precisamente, de las redes sociales, solo verán al titular en diferentes posts, no leerán el artículo y ya darán por hecho que estoy o a favor o en contra). El anonimato es una fórmula que permite una mayor libertad a la hora de expresar las opiniones, pero también deja en inferioridad de condiciones —y, por lo tanto, de derechos— al que opta por dar la cara y exponerse. Más que nada porque la libertad de expresión, aquello que todo el mundo se pone en la boca como un bien supremo e ilimitado sí que tiene un tope y es el de asumir las consecuencias que tiene su uso, especialmente las consecuencias legales: amenazar de muerte se puede considerar libertad de expresión, pero es un delito o decir que una persona es corrupta sin que lo sea es libertad de expresión pero también es un delito. Si quien amenaza o calumnia es un usuario anónimo no se lo puede perseguir y obligarlo a que asuma estas consecuencias. Y eso, automáticamente, deja en indefensión la otra parte.
Hace mucho tiempo que escribo, que publico y que hablo por radios, diarios, redes y televisiones. Siempre lo he hecho de manera pública y visible. Es decir, todo el mundo que quiera rendir cuentas conmigo sabe dónde encontrarme. Lo pongo todavía más fácil para ahorrar clics: calle Numància 46, 3.º piso, Barcelona. Todo es público y transparente. Quien quiera pedir explicaciones sobre lo que he dicho o redactado sabe perfectamente dónde pedir una rectificación pública, dónde poner una querella o, como a veces ha pasado, presentarse presencialmente para tener un intercambio de palabras. A la inversa no pasa: detrás de muchos comentarios que recibo (tan positivos como negativos) hay personas que se esconden tras el escudo del anonimato desde donde profieren todo tipo de opiniones. Y, curiosamente, todos saben quién soy, a qué me dedico y dónde encontrarme. Yo no. He puesto mi ejemplo para que el relato sea más fácil pero eso le pasa a todo el mundo que tiene un mínimo de proyección pública, sea periodista, profesor universitario, creador de contenidos, actriz, abogado, político, deportista, militante de base de una organización, médico, meteorólogo, empresario, coordinador de fiestas populares o economista. Es decir, cada vez más gente; porque —por suerte— las redes sociales sí que han permitido una democratización de la voz y una ruptura del monopolio de las opiniones. Pero eso sí, cada uno asumiendo qué dice y a quién representa.
La libertad de expresión es una libertad, como las otras, limitada por la responsabilidad del uso que se hace
Y con eso del anonimato no me refiero a cortar las virtudes creativas de cómo uno se da a conocer en la red: todo el mundo sabe que @higiniaroig es la identidad social de David Fernández en las redes. En esta casa, Pep Antoni Roig escribe bajo el usuario @quadern_tactil y si queréis estar bien informados y aconsejados de series, no os perdáis @emboirada que corresponde a Sílvia Comet. Utilizan etiquetas donde el límite es su propia originalidad, pero sabemos perfectamente quiénes son. Por el contrario, detrás de Josep Planes González (para poner un nombre al azar) puede estar Josep Planes González o bien alguien más que quiere dar apariencia de persona física pero que, a la hora de la verdad, se esconde tras un seudónimo que lo convierte igualmente en anónimo.
Es evidente también que las redes sociales no dejan de ser canales de comunicación en manos de empresas privadas y, por lo tanto, cada uno en su jardín deja entrar a quien quiera con las condiciones que imponga la propiedad. Ahora bien, también es cierto que si dentro del jardín alguien le da un puñetazo a alguien, por más privado que sea el jardín lo que vale —para proteger a la víctima— es la ley del territorio donde está asentado aquel jardín. Y no hay que decir que si el jardín es un nido de delitos o no cumple con determinados criterios, como un bar que no tiene condiciones higiénicas o que se maneja droga, la administración puede ordenar el cierre por más privado que sea. O, si nos ponemos en el ámbito de la libertad de expresión, nadie —salvo los nazis— cuestiona que se cierren sitios desde donde se hacen proclamas nazis, que entre otras perlas, celebran el exterminio de etnias.
Y es lógico que quien tiene que procurar esta combinación de libertad de expresión con trazabilidad del usuario es la misma red social, que, a su vez, se tendría que preocupar de garantizar que la identidad digital de un usuario corresponde a la identidad física de una persona. Seguramente eso es interpretado como una limitación de esta libertad de expresión pero dejémonos de ingenuidades: como todas las libertades, la de expresión también es una libertad limitada, esté en un discurso, un artículo en un diario de papel o un post en las redes sociales. Y el límite de esta libertad es la responsabilidad que comporta su uso, igual que el derecho a asociación lleva implícitos unos estatutos cada vez que montas una entidad porque hace falta un terreno de juego reglamentario. La respuesta, por lo tanto, al título del artículo (para todo aquel que sí que haya querido llegar hasta aquí abajo) es que prohibir el anonimato es inviable y excesivo y permitirlo en barra libre es injusto y en algunos ámbitos incluso ilegal. Por lo tanto, como en tantas cosas en esta vida, quizás en esta cuestión hace falta regulación, es decir límites, normas claras para todo el mundo y sobre todo sentido común.