Ha vuelto a la actualidad el proyecto BCN World, aquel que a estas alturas lo más emblemático que tiene en cartera es un posible casino de la empresa Hard Rock. Para llegar aquí se ha pasado un largo vía crucis que arranca en el lejano año 2012, e incluye cambios de nombre, de candidatos, de alcance de la inversión, de contenido, de superficies. Con estos precedentes ya se verá cómo acaba. Ahora mismo, el objetivo es meter el casino mayor de Europa, además de un gran complejo comercial, hotelero y de convenciones. Uno de los últimos episodios del proyecto es el inicio de la compra de los terrenos por parte del Incasòl a la Caixa, que después, si todo va bien, se venderán a Hard Rock, una operación no exenta de riesgos no sólo económicos por la Generalitat, sino también de riesgos judiciales y de gestión del dinero público. Otro de los episodios recientes ha sido una sentencia del TSJC declarando parcialmente nulo el plan director urbanístico. Hay que decir que a pesar de esta sentencia, poco después el Govern de la Generalitat expresaba en sede parlamentaria su determinación clara de seguir apostando por el proyecto.
Más allá del hecho de que el tortuoso proceso de gestación del proyecto en cuestión es una muestra de sus debilidades, personalmente querría poner de relieve las dudas que me genera esta apuesta y en especial la apuesta por un macrocasino.
El primero es de orden territorial. Un macrocomplejo lúdico-comercial ubicado casi junto a un gran complejo petroquímico desde donde hace poco, accidentalmente, salió volando una plancha de 800 kg que mató a una persona que estaba en su casa a 3 km de distancia, es un riesgo. Imagínense que la plancha va a parar al Dragon Khan de Port Aventura o, en un futuro, sobre la sala de mesas de Black Jack. El casino en cuestión profundizaría la ya de por sí extraña dualidad química-turismo de sol y playa que caracteriza la zona. Ahora añadiría la dualidad química-turismo de juego.
El segundo son las externalidades negativas de proyectos en que el juego es el hilo conductor. Han sido bastante estudiadas, tanto individualmente (ludopatía, depresión, ansiedad, endeudamiento...), empresarial (pérdida de productividad, crecimiento de los salarios de la restauración, del comercio y de los servicios en el casino en la zona), así como costes sociales, entre los cuales mayores niveles de delincuencia y mafias diversas. Nada bueno.
El tercero hace referencia al reforzamiento de la opción de turismo de masas. A los 5 millones de visitantes anuales (en un año normal) de Port Aventura, se añadiría la afluencia del juego. Sólo a modo de información, Macao y Las Vegas reciben 40 millones de visitantes al año.
Sin embargo, la principal sombra de duda que me genera el proyecto tiene que ver con el tipo de negocio. Nos llenamos la boca de que hay que potenciar sectores productivos de alto valor añadido; firmamos un gran pacto por la industria; incluso la UE nos indica que los vectores de la nueva economía tienen que ser la transición digital, la ecológica y formación. Un gran casino no tiene ninguno de estos ingredientes. Para más inri, un centro de juego ubicado en Catalunya choca frontalmente con la cultura emprendedora, de esfuerzo y de ahorro, de inversión para sacar adelante, con sudor, los proyectos. La antítesis de estos valores es jugarse el dinero ganado poniéndolos en manos del azar. Con los casinos actuales, ya vamos servidos.
A efectos de encaje internacional, francamente, prefiero la imagen de una Catalunya trabajadora, emprendedora e innovadora, que proyectarse como el principal centro del juego de Europa. Al fin y al cabo y con todos los respetos, opino que el proyecto no es nada adecuado ni con la cultura ni con lo que se necesita. ¿Pensamos proyectos alternativos?
Modest Guinjoan, economista