La recién estrenada ministra de Sanidad, Mónica García, ha informado de que desde mañana lunes, en la reunión extraordinaria que se celebrará en el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, pedirá a las comunidades autónomas que establezcan de manera obligatoria el uso de las mascarillas en los espacios sanitarios y sociosanitarios. La medida, en un principio, se supone que será transitoria. 

Esto significa, de momento, reconocer que, hasta que no se adopte tal decisión, la medida no era de aplicación legal hasta ahora. Lo digo porque muchos hemos visto cómo, al acceder a un hospital en los últimos meses (estoy pensando concretamente en mi experiencia a comienzos de octubre), se nos pretendía convencer de que el uso de la mascarilla era obligatorio para todos. Y daba igual que enseñases el Boletín Oficial con la normativa vigente al uso de mascarillas en estos lugares, donde no se establecía en absoluto la obligatoriedad, aunque sí la recomendación para aquellas personas que tuvieran síntomas de una infección respiratoria o fueran vulnerables. Hemos sido muchas las personas que nos hemos visto en situaciones incómodas y desagradables tratando de defender la legalidad y nuestro derecho a decidir lo que hacemos con nuestro cuerpo. 

Sí, puedo leer la mente de más de uno en estos momentos. Pensando que quienes ahora nos oponemos al uso de este tipo de “métodos” hemos perdido la cabeza. Es más, hemos tenido que aguantar insultos, vetos y ataques constantes cuando nos hemos posicionado al respecto de medidas que, no solo no funcionan, sino que además, pueden resultar perjudiciales en algunos casos, como lo son las mascarillas. 

Escribo estas líneas siendo consciente de que será una reflexión incómoda para algunos, otros directamente utilizarán este artículo para seguir insultándome y tratando de censurar mi opinión, pero quizás a alguien le pueda ayudar para reflexionar un poco. 

Durante el inicio de la pandemia de covid-19 yo fui una de las personas a las que el miedo, el pánico, marcó la manera de pensar. Terror ante el contagio de mis hijos pequeños, al contagio de mis padres y suegros, al de nuestras abuelas. Limpieza constante, ventilación, aislamiento. Noches sin dormir, pesadillas, y una tremenda sensación de incertidumbre que solamente se calmaba un poco si, al menos, yo sentía que hacía “todo lo que debía hacer”, sobre todo por los demás. 

Pasé meses cosiendo mascarillas de cuatro capas de tela. Desenfundé la máquina de coser, compré telas de preciosos estampados, estudié tutoriales para aprender a coserlas con compartimentos para filtros especiales, para poner sujeción con gomas, incluso alambres que sirvieran para una perfecta sujeción. Salí a hacer la compra como si fuera de misión a Marte. Me lo creí todo. Y cumplí a rajatabla con cada una de las medidas que se iban imponiendo, incluso siendo a veces contradictorias. 

Pero, afortunadamente, nunca cerré las entendederas a aquellas personas que alertaban de que nos estaban tomando el pelo. Afortunadamente, cuento con personas de mi absoluta confianza que trabajan en el ámbito de la Ciencia y la Salud, que desde un primer momento compartieron estudios, datos e información bien documentada que apuntaba en una dirección bien distinta a todo lo que se nos contaba por todas las cadenas de televisión y radio. 

Ciertamente, fue tras el primer verano cuando tuve que posicionarme al respecto de la vuelta al cole de los niños. Las medidas habían pasado de radicales, al ser posibles vectores silenciosos de contagio y propagación masiva, debiendo aislarles (sin contacto con los abuelos, con las bisabuelas, sin ir al parque ni al colegio) a reincorporarles en el colegio, tapados con mascarillas, pelándoles de frío con las ventanas abiertas y negándonos la información sobre el nivel de contagios en los centros. Fue en ese momento cuando decidimos que nuestros hijos seguirían en casa hasta que pudiéramos entender mejor de qué iba ese extraño virus, y cómo podía afectarles. Y así nos encontramos con las primeras situaciones absurdas, sin sentido, donde personas que no se habían tomado la molestia de informarse lo más mínimo, imponían su parecer a través de coacciones y amenazas muy graves. No se me olvidan los comentarios sobre la posible retirada de la custodia a los padres que no querían llevar en esas condiciones a sus hijos al colegio. 

Después vivimos lo absurdo de ver cómo a los más pequeños se les retiraba la mascarilla en clase, mientras a los demás niños de primaria se les seguía obligando a llevarla. Hermanos que en casa convivían con normalidad, en el cole se veían tratados de manera diferente, estando perfectamente sanos. 

Nada tenía sentido, sobre todo, porque las mascarillas era imposible utilizarlas bien, eran de tela, y en más de una ocasión, un niño salía del colegio con la de otro, después de haberla rebozado por el suelo del patio, llevarla en el bolsillo, mancharse y acumular todas las bacterias posibles. 

La línea entre el miedo y la pérdida de libertades y derechos es demasiado débil como para tomar todo esto a la ligera. Presas del miedo somos capaces de renunciar a lo que sea, sobre todo, a la razón

Los niños perdían la posibilidad de ver sus rostros, los de sus profesores, y se aislaban del lenguaje no verbal, entre otras muchas cuestiones perjudiciales, que eran más que evidentes, pero tuvimos que esperar hasta marzo de 2022 para que un estudio confirmase que la mascarilla en clase no marcaba la diferencia ante el riesgo de contraer el virus. Afortunadamente, por fin, quedó claro que el uso de mascarillas en niños no aportaba nada bueno. Y espero que esto no se nos haya olvidado, pues ahora hay quien ya comienza de nuevo con el runrún de quererles tapar otra vez media cara. 

Ese mismo año 2022, pero en el mes de octubre, una de las revisiones de Cochrane analizaba múltiples estudios publicados sobre el uso de mascarillas quirúrgicas y FPP2/N95. Se señalaba entonces que usar la mascarilla por parte de personas enfermas por gripe o covid y no usarla no tenía prácticamente diferencias. Unas conclusiones que apuntaban de nuevo a la falta de evidencia real que respaldase el beneficio en el uso de la señalada medida.

Pero este, de momento, no parece ser el tema que se va a abordar en la reunión extraordinaria de mañana, así que retomo el principal: la vuelta a las mascarillas obligatorias en centros sanitarios. Cualquiera podría pensar que pudiera tener lógica, porque estamos acostumbrados a ver al personal sanitario con las caras tapadas. Sin embargo, siempre es interesante saber lo que piensan médicos que trabajan mano a mano con los pacientes, que investigan y, sobre todo, que no tienen conflictos de intereses (entiéndase que no ceden a la posible presión de mandos superiores con criterios políticos, ni beneficio alguno por parte de las industrias farmacéuticas). En este sentido, recomiendo leer al Doctor Antonio Alarcos, que precisamente ha estado en primera línea de batalla, y que explica con total claridad este asunto de las mascarillas en este artículo.

Señala este valiente y comprometido médico la publicación de la revista American Journal of Medicine, donde a finales de 2023 se publicó un artículo en el que se aceptaba que el nivel de evidencia generada a favor de las mascarillas era en realidad muy bajo, y que las conclusiones de los estudios que se habían publicado avalando el uso de las mascarillas, en realidad, no estaban respaldadas por evidencias basadas en datos. De hecho, el propio artículo llegaba a reconocer que la propia revista se había alineado en exceso con recomendaciones políticas en lugar de ceñirse a criterios estrictamente científicos en sus publicaciones

La revista Health Matrix vendría de manera contundente en 2023 a confirmar lo mismo y, además, a hacer un llamamiento a la ética en el momento de informar con veracidad al público ante este tipo de medidas. El artículo, cuya lectura recomiendo, por ser un médico de intachable profesionalidad quien lo firma, deja bastante claro el criterio de quien sabe de enfermedades y trabaja cada día con ellas. 

Posiblemente, usted no recuerde el estudio elaborado por la Universidad Johns Hopkins, a comienzos de 2022, donde se señalaba que los confinamientos habían tenido “poco o ningún efecto sobre la mortalidad”. Un estudio que servía para que la gente confiase en el final de los confinamientos, supongo, pero que no sirvió, por lo que parece, para que se hiciera la necesaria reflexión sobre las medidas impuestas con base en nada. Eran tiempos de dar carpetazo rápido a medidas que habían sido tomadas bajo un supuesto paraguas científico, que en realidad, no habían servido para nada bueno. Y que nos tragamos sin rechistar. 

Lo que es peor, se persiguió, se silenció, se mató públicamente a cualquiera que osase apuntar a otras medidas que sí eran positivas, como por ejemplo, revisar los niveles de vitamina D. Un dato que, demasiado tarde, se ha terminado reconociendo, era cierto y cuya importancia ahora ya nadie se atreve a negar: los niveles adecuados en nuestro organismo de esta vitamina nos protegen eficazmente ante enfermedades infecciosas de las vías respiratorias. 

Es más, hubo estudios que afirmaron que si se hubiera apostado por analizar los niveles de esta vitamina en pacientes graves durante la pandemia, las muertes se habrían reducido notablemente. Pero no se quiso prestar atención y se siguió presionando a la población para que tomasen medicamentos cuya seguridad y eficacia no se habían testado. Hoy, también entre censura y silencio, podemos ir comprobando que no eran seguros ni eficaces.

Me considero una persona responsable, y en lo que a la salud se refiere, posiblemente sea excesivamente miedosa. Pero prefiero la prudencia al lamento y por eso siempre procuro informarme, consultar a expertos libres e independientes que demuestran con su carrera profesional sus aciertos. Nadie nace sabiendo, y desde la prudencia, siempre he tratado a mis lectores con el debido respeto, tratando de aportar información rigurosa y contrastada que de alguna manera sirviera para tomar decisiones basadas en criterios confiables.

La línea entre el miedo y la pérdida de libertades y derechos es demasiado débil como para tomar todo esto a la ligera. Presas del miedo somos capaces de renunciar a lo que sea, sobre todo, a la razón. Soy consciente de ello porque el miedo no me es ajeno. Pero cuando resulta que de tu miedo otros obtienen beneficios y, por lo que se ve, le cogen el gusto a imponer sin sentido científico, es necesario alertar y hacer pensar a quienes leen estas líneas.

Estamos de nuevo en la antesala de la imposición de medidas que han demostrado no servir, y en algunos casos, perjudicar. Es tiempo de preguntarnos si hemos aprendido algo de estos últimos años, si de verdad nos hemos enterado de lo que realmente ha pasado y del retroceso tan brutal que hemos tenido a la hora de poder informarnos, de ser críticos y libres. La salud está en juego, como lo está nuestra capacidad de ser responsables e informarnos lo mejor posible a la hora de tomar nuestras propias decisiones, si es que queda alguna que podamos tomar.