Me supo mal que el desfile militar del 12 de Octubre, el antiguo Día de la Raza y actual Día de la Hispanidad, acabara sometido a las inclemencias del tiempo, con una lluvia torrencial que obligó a dejar los aviones de la Patrulla Águila en los hangares y el tradicional paracaidista en el suelo. Habría sido una imagen muy ibérica ver al paracaidista relampagueado en pleno salto cayendo como un chorizo asado a los pies de Sus Majestades. Quien no se salvó de la remojada fue Killo, la cabra, o el cabrón, de la Legión.
Todo este dispendio absurdo de patriotismo rancio me hizo recordar mis historias de la puta mili. Yo no desfilé nunca por la Castellana, pero tuve que participar en otros espectáculos militares para satisfacer el deseo de unos cuantos militarzuelos sin una guerra con la que pudieran justificar su sueldo y su testosterona. Las mujeres pudieron entrar en el ejercido el 11 de septiembre de 1988.
De mi generación de amigos universitarios, los únicos que hicimos la mili fuimos Albert Om y yo. Y ya con un petate que fui a recoger al cuartel del Bruc, a las 12.00 h estaba en el bar de la Facultatd de Económicas de la UAB, y a las 18.00 h estaba plantado en una fila en la estación de Zaragoza delante de un sargento chusquero que nos llamaba polacos y, entre gritos, nos pedía que nos distanciáramos los unos de los otros a un metro, como si el de enfrente —palabras textuales— tuviera el sida. Después, nos trasladaron a la Brigada de Caballería Castillejos II, un lugar barrido por el viento del Moncayo.
Nunca como aquel año he tenido la sensación de perder el tiempo y ser un juguete en manos de cuatro tarambanas que nos despertaban a toque de corneta. Que me pasé ocho horas dentro de una olla gigante limpiando con una piedra pómez la mierda acumulada, no es muy patriótico, pero sí lo fueron las clases de historia de España impartidas por un teniente que tenía fama de intelectual. La primera frase de la clase de historia fue: "en el siglo VIII, flotaba por el ambiente la idea de unidad". Debí mirármelo con cara extrañada, porque me lo repitió y me dijo que me lo apuntara, porque eso era pregunta de examen. Y este teniente solía escoger a alumnos al azar y muchas veces se desesperaba perdido en la inmensidad del laberinto: “a ver, tú, recluta, ¿cuál es el armamento del ejército español?”. “El winchester, mi teniente”. “Pero, coño, recluta, ¿es que somos indios?” La vida tiene estas complejidades, como esa frase con la que nos adoctrinaban mientras nos pintábamos la cara con un corcho quemado antes de realizar unas maniobras: “cuando hay niebla, el enemigo no te ve, pero tú a él, tampoco”. Por suerte, aquella noche no hubo ni niebla, ni tampoco enemigos a batir, pero sí mucho sudor negro chorreándonos por la cara.
En la mili fue la primera vez que tuve la sensación de que mi vida no era mía
Hice la jura de bandera ante mis padres, que asistieron a la ceremonia con una vergüenza mal disimulada mientras yo besaba la rojigualda con los ojos de un chusquero, con aliento de carajillo, a dos centímetros de mis labios para comprobar que mi beso a la bandera fuera manifiesto, y después de pasar unos meses en el Bronx, uno de los pabellones del complejo, me trasladaron a Barcelona para acabar el servicio militar en Capitanía, lugar en el que mi vida mejoró, pero que apestaba igual a golpismo que Castillejos II. A los 21 años, recordaba muy bien el miedo que había pasado el 23 F como hijo de padres politizados.
En Capitanía, edificio que no sé si aún está al servicio de las fuerzas armadas, llegaba en moto a las 5.30 h de la madrugada y bajaba por La Rambla, donde siempre veía a Mónica del Raval, la famosa prostituta de la melena platino y el maquillaje de muñeca pasada de tripi. Y el teniente, otro chusquero, solía llegar a las nueve y trabajaba muy poco. Solo algunos viernes decidía mover un dedo y miraba los ficheros de altas y bajas de suboficiales para ver si todo estaba en orden. Todos los días me mandaba a comprar tabaco —"que sea blend in the USA", decía con el dedo amenazador— por los alrededores del edificio, y todos los días me encontraba a heroinómanos caídos en la batalla, tirados como trapos sucios en las aceras de la calle Ample. El teniente buscaba jubilarse y, con el carácter fluctuando entre la acidez y la amargura, solía dejar el trabajo en manos de un sargento, también chusquero, que era más corto que la cola de una boina, pero que se creía muy listo, y solía presentarse y poner las témporas sobre nuestra mesa para explicarnos teorías que demostraban su inteligencia, o para demostrarnos que era un verdadero fucker. “Me voy a follar con una tía a mi despacho. Si preguntan por mí, incluida mi mujer, decidles que estoy reunido”. Nunca nadie preguntó por él, ni nunca nadie —yo incluido— vio a ninguna tía entrar en su despacho. Un fantasma al que tenías que tratar como si fuera un premio Nobel de Física con el cipote hiperactivo de Julio Iglesias.
El deseo de nuestro teniente coronel, la máxima autoridad de Capitanía, era que, como soldados, "paséis de ser patos, para convertiros en cisnes", pero no lo logró. Y se desesperaba, e insistía en la pregunta: "Pero, a ver, soldado, ¿tú qué quieres ser en la vida, un pato o un cisne?". Algunos soldados con pocas luces le habían contestado que querían ser un pato, y recibían, después, el castigo de su superior en forma de guardia.
Todo este vodevil tiene una pinta más a Berlanga que a tragedia griega, pero una vez terminada la mili, estaba muy cabreado porque me habían robado un año de mi vida, y lo que es peor, fue la primera vez que tuve la sensación de que mi vida no era mía. Desde entonces, el país ha cambiado mucho, y aunque la cabra sigue siendo la más lista de la Legión, los chusqueros ahora campan por la política.