Ayer, en mi tradicional paseo de despedida estival, volví a hacerme un artículo encima mientras recorría el paseo de Gràcia. Es una vueltecita que no sólo hago cada final de septiembre, sino que cada año aprecio más hacer. Tanto, de hecho, que incluso me la anoto en el Google Calendar con meses de antelación, seguramente porque la tarde en que uno se despide del verano merece tanta importancia como tener una cita programada al dermatólogo. Empecé la tradición hace exactamente una década, cuando descubrí que caminar con actitud de flâneur la última noche de verano por la Fira del Llibre d'Ocasió Antic i Modern no sólo era transitar entre una estación y otra igual que Hugh Grant en aquel maravilloso travelling de Nothing Hill, sino sobre todo transitar entre dos épocas. Entre dos concepciones de la vida. En definitiva, entre dos mundos.
Digámoslo claro: de ser una opción política, el otoño sería anticapitalista pero sin saber que lo es. O sea, exactamente lo que le pasa a la feria de libros con menos marketing, menos postureo y evidentemente menos presencia mediática en los medios de todas las grandes ferias celebradas en nuestro país. Debe ser el precio que hay que pagar por formar parte de un mundo anterior al mundo que conocemos hoy, por eso no hay que ser Lluís Permanyer andando con las manos cogidas tras la espalda para darse cuenta de que durante dos semanas y media, en el paseo de Gràcia de Barcelona, a un lado de la calle hay comercios carísimos que pagan alquileres carísimos para vender productos carísimos y en el otro lado, justo delante, hay chiringuitos llenos de los libros que alguien algún día no quiso, pero que por suerte alguien más consideró que no eran ningún despojo, sino un tesoro que quizás alguien, algún día, sabría valorar.
El contraste entre un lado y otro del paseo de Gràcia es más extremo que las frías mañanas de septiembre y los cálidos mediodías de cuatro horas después
El contraste es más extremo que las frías mañanas de septiembre y los cálidos mediodías de cuatro horas después, ya que hay todo un mundo entre el lujo exacerbado de las tiendas con guarda de seguridad en la puerta y los tenderetes llenos de libros antiguos chapuceados por mil manos y en los que el librero sufre todo el santo día por si alguien le birla un ejemplar valioso. Cuando estas dos realidades están tan cerca la una de la otra que casi se funden, de repente sucede el maravilloso milagro en qué los librófilos, humanistas, lectores y friquis en general que sentimos atracción por ediciones de hace sesenta o cien años acabamos removiendo libros al lado de guiris que, de camino a la Barça Store, con la cámara de retratar colgada en el cuello y sandalias con calcetines, acaban sacando la cabeza en una parada donde pueden encontrar libros escritos por Guillermo Shakespeare o Federico Nietzsche que quizás algún día formaron parte del escaparate de una librería frecuentada por, qué sé yo, Ramón y Cajal.
Todo eso lo explico porque quien escribe estas rayas, en una anterior y maravillosa vida, hizo de librero durante una breve etapa de su juventud. Una de las tres librerías donde trabajé era la Casals, propiedad del entonces presidente del Gremi de Llibreters de Vell de Catalunya, Albert Obradors. Era el año 2012. Si hay quien dice que nunca ha vuelto a ser el mismo después de un viaje con setas alucinógenas, yo digo que no he vuelto a ser el mismo desde entonces, ya que de acuerdo, nunca le tiré un zumo de naranja encima a Julia Roberts tal como soñaba cada día, pero aquella experiencia me regaló una cosa mejor: conocer desde dentro del mundo de los libreros de viejo y permitirme convertir eternamente el paseo de Gràcia en mi Quai de la Tournelle particular, efectivamente como “si la París del Sena s’és trasplantada aquí”. Soy enfermo crónico de hiperbolismo, pero en este caso no exagero, ya que la Fira del Llibre Antic es dar cuerda a lo que parece enterrado y sentir que este verso de la Oda a Barcelona de Verdaguer está vivo, al igual que lo estan sus libros, al igual que lo está la lengua antes de Fabra o al igual que demuestran estarlo todos los vendedores que no son bouquinistes cerca de Notre Dame como los que Cortázar describía en Rayuela, sino humildes drapaires del humanismo cerca de una pantalla del ordenador desde la cual venden y compran libros.
La Bolsa de Barcelona se encuentra en Passeig de Gràcia con Diputació, sí, pero es enfrente suyo, en alguna parada, donde se puede aprender más rápidamente qué son los conceptos 'oferta' y 'demanda'
Desde entonces, cada año a finales de septiembre, cuando los días de jersey de cuello alto, de carne de caza cerca del fuego y de brindis con los primeros vinos novell del Montsant ya asoman la cabeza por la esquina, vuelvo varias veces al paseo de Gràcia para hacer siempre lo mismo: poner durante unas horas el modo avión en el móvil, fumarme siete cigarrillos entre Consell de Cent y Casp, tener setenta euros ahorrados en el bolsillo y comprobar, año tras año, que alguien de letras como yo aprendió todo lo que sabe de economía aquí. La Bolsa de Barcelona se encuentra en paseo de Gràcia con Diputación, sí, pero es enfrente, en alguna parada llena de libros, grabados y facsímiles, donde se puede aprender más rápidamente qué son los conceptos 'oferta' y 'demanda': las Obras Completas de Pla, por ejemplo, varían de precio no sólo cada año, sino casi cada día, ya que si el librero de una puesto se entera de que dos puestos más arriba tienen Notes per a Sílvia a 10€, él bajará sus Pla a 9€ con un simple cambio de cifra en ese cartelito que lo anuncia y que escrito con rotulador Carioca.
Hace diez años los Pla valían entre 6€ y 8€, pero este año no los he encontrado más baratos de 10€, con alguien pidiéndome incluso 12€, una cifra que continúa siendo un precio ridículo para los libros más importantes de la nuestra literatura. Supongo que la famosa inflación con la cual asustan cada día en la tele también debe tener que ver con eso, ya que evidentemente yo no sé si este será el otoño más apocalíptico del siglo XXI, como tampoco sé si pagaremos la calefacción a precio de oro o si nos tendremos que duchar sólo tres días a la semana para no gastar agua, pero sí que sé que el año que viene volveré al paseo de Gràcia para hacerme de nuevo un artículo encima que me atreveré a titular "Oda anticapitalista a la Fira del Llibre d'Ocasió".
Y también sé que entonces encontraré de nuevo el universo alternativo en el cual tanto me gustaría vivir el resto de mi vida y en el cual, incluso, latirán los libros de Jordi Cussà que las editoriales L'Albí y Labreu tendrán que destruir pronto porque les expiran los derechos, al igual que este año laten las viejas ediciones de los libros de Javier Marías que por culpa del caos logístico en la distribución tan difíciles son de encontrar en las librerías convencionales desde hace dos semanas, por eso seguiré sabiendo lo que ya hace años que sé y es que la Fira-del-Llibre-d'Ocasió-Antic-i-Modern debería cambiar este nombre de doce sílabas larguísimo como una oración sin puntos por un nombre más directo, más corto y más sincero, más que nada porque tras la apariencia de un cafarnaum de libros muertos, es principalmente una Feria del Libro Vivo.