Es imposible que la victoria aplastante de Donald Trump se explique solo por los datos económicos. Esto pesa, sobre todo (afirman categóricamente mis amistades americanas) el precio de la cesta de la compra, una marca objetiva e indiscutible de la última administración demócrata. Pero la campaña republicana ha versado mucho más sobre temas más intangibles, más opinables y subjetivos: ha tocado la fibra al hablar sobre inmigración, sobre orgullo nacional, incluso en términos de orgullo económico, sobre dar la voz al pueblo y superar el poder excesivo de los grandes medios (el “wokismo” y los tabúes, sobre todo), y sobre quitarse los escrúpulos de encima para afrontar un mundo sin escrúpulos (no hay “wokismo” en China). El gran éxito de Trump no es la caja, sino la faja. Es la bandera, es la americanidad. Que a nosotros nos parezca erróneo, o peligroso, no significa que no merezca un análisis incluso para entender lo que se avecina en Europa. O para obtener alguna lección.

De entrada, Trump tiene la oportunidad de demostrar si su gobierno no será tan horroroso como nos parece, si no es cierto que sea ningún dictador, y si expulsar a inmigrantes ilegales, por ejemplo, puede ir acompañado de una explícita invitación a volver con los papeles en regla. De hecho, los inmigrantes regularizados le han votado, por alguna razón. Si esto se normaliza, Europa tomará nota y se normalizarán (aún más) los partidos que aquí llamamos de extrema derecha. Y cuando digo normalizar quiero decir que se les admitirá gobernar sin tanto problema, sin tantos escrúpulos ni aspavientos, sin reducirlos a un instinto racista. Esto puede comportar un cambio sin precedentes en todo Occidente. Bueno, sin precedentes no: el Brexit ya irrumpió en nuestro panorama político bajo una bandera mucho más identitaria que económica, ya que lo que en términos económicos era discutible, en términos identitarios era simplemente “queremos ser nosotros mismos”. Ser uno mismo. Nosotros. Ellos y nosotros. En efecto, estamos ante una reacción contra los efectos (y excesos, seguramente) de la globalización y contra la pérdida de identidad. Bajo la siguiente pregunta: "Si todo el mundo es como yo, ¿yo quién soy?"

Estamos ante una reacción contra los efectos (y excesos, seguramente) de la globalización y contra la pérdida de identidad. Bajo la pregunta: "Si todo el mundo es como yo, ¿yo quién soy?"

Trump carga odio, carga clasismo y machismo, demostrando un mal gusto verbal y estético inconcebible. Para mí esto ya le descalifica, por el simple mal gusto, por la imperdonable grosería. Pero es que ellos, “nosotros”, somos así, y esa consigna tan fácil, tan obvia, tan primaria, le ha funcionado. Es un “sí, ¿y qué?” en toda regla, y el bando adversario no ha sido capaz de demostrar (y aquí sí creo que está el centro de todo el tema) que América “NO” es así. Que la americanidad no es eso. Lo trascendental de estas elecciones ha sido la lucha por este concepto de “nosotros”: algunos, como yo mismo, estamos convencidos de que un factor de identidad es la apertura. Que ser permeables, abiertos, generosos y universales no es una señal de debilidad, sino de fortaleza, una seña de identidad, una forma de ser y, al fin y al cabo, una muestra de solidez nacional. “The world can be Catalan or Taliban”, etcétera. Pero incluso esto tiene sus límites: y si es cierto que este concepto se ha forzado demasiado, que se ha estirado demasiado el chicle, que se ha abierto demasiado nuestro sistema y nuestro paisaje y nuestras ciudades, y “demasiado” significa que sentimos que ya no podemos permitírnoslo, deberemos también tomar decisiones. Peligrosas. Con un factor añadido: en Europa, el concepto de “nosotros” es todavía mucho más diverso e inestable. Basta con empezar por observar que yo no soy español.

Trump está lejos de todo lo que creo, pero está cerca de algo que respeto: la proximidad. La política que logra unir la realidad con los ideales, la base con el vértice, y que por eso conecta. Harris era una mujer. De acuerdo. "¿So what?", han dicho los electores, “ya que es una mujer, veamos qué dice" y no ha dicho tanta cosa como se creía. Mejor tomar nota de lo que podamos tomar nota, por tanto, más que concluir que toda América es machista o racista. Trasladado a aquí, “ya que es independentista, veamos qué dice”. La política no puede ser solo gestión y cálculo. Ni populismo, claro, pero es que el populismo lo buscan todos, Harris incluida. En definitiva, en Estados Unidos no ha ganado (sólo) el populista. Ha ganado quien tenía algo que decir.