Salvador Illa dijo desde el primer momento de llegar a la Generalitat que uno de sus objetivos como presidente sería normalizar la relación institucional de Catalunya con España. En línea con el discurso oficial que marca Pedro Sánchez, de lo que se trata es de trabajar para poder alcanzar, como efectivamente proclama la llamada ley de amnistía, “la normalización institucional, política y social en Catalunya”. Y como el exministro de Sanidad es un alumno muy aplicado, es de los que corre a hacer caso de la doctrina de su mentor sin decir ni pío y se afana en aplicar el mandato que le llega de la Moncloa.
El líder del PSC no engaña a nadie. Por mucho que sectores teóricamente más soberanistas, en especial de JxCat —como se vio la pasada semana en la primera sesión de control en el Parlament—, lo critiquen porque entienden que es lo que llaman “un presidente sucursalista” y que está a las órdenes del Madrid que se conoce como concepto político —en su caso, de la parte de Ferraz, que es la calle donde está la sede central del PSOE—, él no ha dicho nunca que fuera ni catalanista ni un socialista catalán que iba por libre. Al contrario, ha dejado bien claro que es un socialista catalán, sí, pero muy orgulloso de ser español, y que no hará nunca nada que pueda ir en contra de España. De hecho, es un socialista español más, con la diferencia respecto a otros que él ha nacido en Catalunya. Y es así porque no puede ser de otra manera, porque en realidad, del PSC, aunque mantenga su nombre, solo queda la parte del PSOE.
Es desde esta óptica que el primer secretario del PSC no engaña. No ha hecho nada que no dijera que haría. Y así se explica que haya acompañado aquí y allá al rey de España, que se haya visto tantas veces con Pedro Sánchez o que haya participado en la celebración del 12 de octubre en Madrid
El PSC nació en 1978 como resultado de la confluencia y la fusión, por un lado, del socialismo catalán representado por el PSC-Congrés de Joan Reventós y el PSC-Reagrupament de Josep Pallach —y de Josep Verde Aldea, tras la muerte prematura de aquel— y, por el otro, del socialismo español representado por la Federación Catalana del PSOE de Josep Maria Triginer. Durante mucho tiempo convivieron, a menudo más mal que bien, las dos almas, la española y la catalanista, porque el socialismo catalán de aquellos tiempos era catalanista, de los que defendían sin discusión el derecho de autodeterminación de Catalunya. Esto duró hasta que llegó la hora de ejercer este derecho de autodeterminación, y entonces fue cuando el partido, en 2013, con Pere Navarro al frente, renunció a sus principios y, entre el PSC y el PSOE, eligió al PSOE. El sector catalanista —el de Joaquim Nadal, Ernest Maragall, Marina Geli, Antoni Castells, Joan Ignasi Elena, Àngel Ros y compañía— se fue, y desde entonces internamente ha sido una balsa de aceite, porque alma solo ha quedado una, la española, la del PSOE. Se sigue llamando PSC, conserva la marca, pero es el PSOE.
Este es el terreno de juego en el que se mueve Salvador Illa, el del alma española, que incluso podría calificarse de españolista a la vista de los compañeros de viaje —los del bloque del 155: PP, Cs et alii— que había escogido antes de llegar al palacio de la plaza de Sant Jaume de Barcelona. Y esto no es una crítica, es una mera constatación que ilustra, sin embargo, cuál es el talante del 133.º presidente de la Generalitat. Es desde esta óptica que el primer secretario del PSC no engaña. No ha hecho nada que no dijera que haría. Y así se explica que haya acompañado aquí y allá al rey de España, que se haya visto tantas veces como ha sido necesario con Pedro Sánchez, que haya retomado la relación con la cúpula de la judicatura española en Catalunya o que haya participado en la celebración del 12 de octubre en Madrid —una fiesta en la que los catalanes no tienen nada que celebrar, pero los españoles sí, porque es su fiesta nacional— después de catorce años sin que ningún presidente de la Generalitat asistiera.
Quienes esperaban otra cosa, deben de tener un pan en cada ojo o un tapón en cada oreja, o ambas cosas a la vez, porque esto es lo que ha hecho y lo que seguirá haciendo. Hay que admitir que, en este contexto, Salvador Illa es coherente y consecuente, y que quizás los que no son congruentes son otros, los que le acusan de un puñado de renuncias que ellos mismos, con sus actuaciones anteriores, han facilitado y los que, al fin y al cabo, han hecho posible que hoy Catalunya tenga un presidente como él. El actual líder del PSC no es Pasqual Maragall, se parece más a José Montilla —más allá del chiste fácil de que comparten parte del apellido—, pero todavía es pronto para saber cuál de los dos acabará siendo mejor valorado, porque el mandato del de Iznájar (Córdoba) como 128.º presidente de la Generalitat no hay que olvidar que fue, institucionalmente hablando, y a disgusto de quienes habrían preferido que fuera diferente, impecable.
Salvador Illa apenas acaba de empezar y se le debe dar margen para ver cómo se las apaña antes de emitir según qué juicios precipitados. Lo que es seguro es que no defraudará, cuando menos a los suyos, que ya saben de qué pie calza. Su prioridad es España, o si se quiere, Catalunya dentro de España. En poco tiempo ha marcado distancias, sin hacer ruido, con los presidentes catalanes que le han precedido en el cargo y ha dejado bien claro que la suya es una agenda pensada y hecha en clave española, para que nadie se engañe ni tenga falsas expectativas. Quienes le recriminan que, con un comportamiento como el que ha exhibido en estas primeras semanas, normalizar la relación institucional en Catalunya y de Catalunya con España equivale a rendir vasallaje a los señores (españoles) que controlan la colonia (catalana), tendrán que hacer algo más que quejarse si no quieren que se esté más de una legislatura en el palacio de la Generalitat.
Porque los responsables de que esté ahí son ellos, que con la incompetencia manifiesta mostrada en los últimos mandatos —dilapidando incluso la primera y única mayoría absoluta soberanista no solo en escaños, sino también en votos, que ha habido en el Parlament— han conseguido quedarse sin el electorado que durante tanto tiempo les había hecho confianza. De momento, sin embargo, no les queda más remedio que afrontar las particulares travesías del desierto, que se han ganado a pulso.