Las apariciones públicas cada vez más frecuentes de Jordi Pujol, que por motivos diversos se han dejado notar de manera especial en los últimos meses, tal vez parece que sean el intento de rehabilitar de una vez su figura, tras el terremoto que representó la confesión del 25 de julio de 2014, según la cual él y la familia habían tenido durante años dinero escondido irregularmente en Andorra. Aquello fue devastador para el 126º presidente de la Generalitat, que de golpe se vio degradado política y personalmente por la sociedad que durante mucho tiempo había comandado. ¿Diez años después tanto han cambiado las cosas como para que esté en condiciones de recuperar el crédito perdido?
La historia será la que resituará en su punto justo a Jordi Pujol, y de momento quizá todavía no ha pasado suficiente tiempo ni hay suficiente perspectiva para que lo pueda hacer de manera definitiva, aunque cada vez está más cerca. En los primeros momentos, después de aquella inesperada confesión, en la que se recluyó en sí mismo, la familia y los amigos que aún le quedaban, hubo un cierto sector del mundo convergente —de aquel espacio que siempre ha continuado existiendo a pesar de que el partido, CDC, y la coalición con los democratacristianos de UDC, CiU, pasaran a mejor vida— interesado en restituir la imagen de su principal mentor, con independencia de la aceptación social que pudiera tener entonces un gesto de este tipo, casi como si de un deber y una deuda personal se tratara. Eso es lo que fue un primer homenaje de sus acólitos en mayo del 2018. Pero el punto de inflexión no llegó hasta junio del 2021, con la publicación del libro Entre el dolor i l’esperança, una especie de testamento, a medio camino entre el reconocimiento de culpas y la rendición de cuentas con que admitía el borrón —esguerro en palabra suya— y pedía perdón.
Y desde que en febrero del 2022 la entonces consellera de Acció Exterior, Victoria Alsina —en aquel momento todavía independiente, pero de la órbita de JxCat—, le invitó a un acto en la Universitat de Barcelona sobre Catalunya y la UE con otros expresidentes de la Generalitat, Jordi Pujol ha ido ganando presencia pública. Que si una entrevista aquí, que si una presentación de un libro allí, que si una calçotada más allá, que si otro acto político aún mucho más allá, el caso es que el 126º presidente de la Generalitat ha ido apareciendo públicamente cada vez con más frecuencia. En este contexto, no fueron gratuitos gestos como los de Artur Mas o Núria de Gispert, en febrero del 2023, mediante declaraciones en las que expresaban el convencimiento de que Jordi Pujol se había equivocado con aquella inculpación, porque si lo que pretendía era cargar toda la culpa para evitar que recayera sobre su mujer y sus hijos, es obvio que erró el tiro.
El movimiento de Salvador Illa no es, a pesar de todo, suficiente para que aquella sociedad que efectivamente Jordi Pujol comandó, pero a la que un día decepcionó, lo perdone del todo.
Este era, en todo caso, un discurso hecho en clave de exculpación y, además, con cierta voluntad de recoser la diáspora producida por la implosión, tanto de CiU como de los partidos que la integraban —CDC y UDC—, que después de muchos nombres, siglas y proyectos diferentes y de unos cuantos años dispersa, finalmente se ha reagrupado mal que bien, al menos la parte más convergente, en torno a JxCat y a la figura de Carles Puigdemont. El propio Jordi Pujol, de hecho, después de un tiempo en el que no escondía a quien le quería escuchar —coincidiendo con la época de la publicación del libro Entre el dolor i l’esperança— que se sentía más cómodo con el relato posibilista de ERC que articulaban Oriol Junqueras y Pere Aragonès, que con el mensaje arrebatado del exalcalde de Girona, ha acabado confluyendo en el mismo sitio. No se ha hecho militante —como tampoco se había afiliado al PDeCAT—, pero en las elecciones catalanas del 12 de mayo apoyó incondicionalmente a Carles Puigdemont y, de alguna manera, le ungió como sucesor.
El exlíder de CiU volvía a ser, como lo había sido en las mejores épocas de CDC, el catalizador del mundo convergente de toda la vida, probablemente sin proponérselo y sin que en JxCat hubiera unanimidad a la hora de quererlo. Pero el caso es que el proceso de rehabilitación de su persona se ha acelerado, y lo ha hecho básicamente porque los sucesores al frente de la Generalitat han sido tan malos, y cuanto más tiempo ha pasado más lo han sido, que entre todos lo han acabado haciendo bueno. El gesto primordial, sin embargo, para poder empezar a hablar de rehabilitación política ha sido, sin duda, el del actual inquilino del palacio de la plaza de Sant Jaume de Barcelona, el 133º presidente de la Generalitat, Salvador Illa, al incluirlo como cualquiera de sus antecesores, en plan completo de igualdad, en la tanda de reuniones que mantiene con todos los que le han precedido en el cargo. De momento ya se ha encontrado, además de con Jordi Pujol el pasado martes, con José Montilla y Artur Mas y pronto lo hará con Quim Torra y Pere Aragonès, y la única incógnita es cómo y cuándo se producirá la reunión con Carles Puigdemont. ¿Y por qué no también una visita, ni que sea privada, a Pasqual Maragall?
Tras el encuentro con el fundador de CDC, Salvador Illa lo definió como "una de las figuras más relevantes de la historia política de Catalunya" y durante la campaña electoral que le ha conducido a la presidencia de la Generalitat, ya había reivindicado las políticas centristas y catalanistas de su obra de gobierno. Las imágenes de Jordi Pujol volviendo de manera oficial al Palau de la Generalitat en el que había permanecido durante veintitrés años, de 1980 a 2003, y haciéndolo de la mano de quien siempre le había hecho de oposición, el líder del PSC, son todo un reconocimiento que no se puede pasar por alto. A algunos quizá les dolerá que quien lo despojó de los honores de expresidente de la Generalitat fuera uno de los suyos, Artur Mas, y que quien le permite rehacer la imagen, aunque sea sin restituirle el tratamiento de muy honorable, sea uno de los otros, Salvador Illa. Pero la realidad es la que es, y políticamente a veces es cruel con unos y generosa con otros.
El movimiento del 133º presidente de la Generalitat no quiere decir, a pesar de todo, que sea suficiente para que aquella sociedad que efectivamente Jordi Pujol comandó, pero a la que un día decepcionó, lo perdone del todo. Seguramente todavía hay algunos puntos oscuros que lo impiden, pero es, en cualquier caso, un paso muy significativo en esta dirección. Sin ir más lejos, el caso del dinero escondido en Andorra, procedente de una deixa —legado en castellano— de su padre, Florenci, de la que su hermana María —curiosamente traspasada también la semana pasada— no tenía ni idea, está pendiente de juicio y el fiscal le pide nueve años de prisión por asociación ilícita y blanqueo de capitales. Un juicio, sin embargo, que mientras él esté vivo no se hará nunca, en una demostración de que, por mucho que la justicia española haya querido perseguirlo, de verdad no ha conseguido nunca nada en su contra.
Catalunya tiene ahora una galería de siete expresidentes de la Generalitat consecutivos vivos: Jordi Pujol, Pasqual Maragall, José Montilla, Artur Mas, Carles Puigdemont, Quim Torra y Pere Aragonès. Solo falta que al primero la historia le devuelva, en el sentido que sea, lo que se merece. De momento, su séptimo sucesor, Salvador Illa, ya lo ha hecho.