Javier Cercas escribe en El País que el Procés ha ganado, si es que esta legislatura (algo que él no desea) Catalunya logra obtener el pacto fiscal que ya Artur Mas reclamaba a Rajoy tras la sentencia del Estatut; López Burniol, por su parte, escribe en La Vanguardia cada semana unos artículos que, dejando de lado su alarmante deriva casi justificadora del golpe de Franco, muestra un pánico urgente contra el hecho de que el independentismo condicione a las instituciones españolas a través del Congreso de los Diputados: lo considera un signo de instauración de un sistema confederal, plurinacional e insolidario, el fin de la nación Española, y promueve vivamente la alternativa de la autodeterminación para evitarlo. La desconfianza hacia el independentismo es tal, que ya no se limita a reprobar las vías unilaterales, o de confrontación, o de lo que ellos llaman vulneración de la legalidad, sino que lo trasladan incluso a que el independentismo pueda obtener alguna ventaja para Catalunya por las vías “del orden establecido”. No tienen el problema, de hecho, con la idea de la independencia: lo tienen también e incluso con la idea de la diferencia. De la diferenciación. De los hechos nacionales catalán y vasco.

   Sin embargo, hay otro libro que ayuda a entender, aún más, en manos de quién está realmente la Generalitat de Catalunya: Josep Ramon Bosch, expresidente y confundador de Societat Civil Catalana, escribió en 2020 un libro llamado “Cataluña, la ruta falsa” que intentaba (ya entonces) pasar página del Procés y buscar caminos por los que reconducir la situación catalana hacia una mayor “normalidad”. Como subtítulo: “El problema catalán: cómo solucionarlo y no solo conllevarlo”. Como lo que le preocupa (dice) es la raíz del problema, se va hacia la historia para desmontar los “mitos” nacionalistas de 1640 o de 1714 y hace suyas las palabras de Cambó cuando decía que el catalanismo y el separatismo son cosas contrarias. Se trata, en definitiva, de un tema de relato. Literalmente, “hay que articular de nuevo, de forma armónica, la conciencia de la catalanidad y la noción de un proyecto común español. Y esto solo será posible si conseguimos construir un renovado relato de España que tenga también acento catalán”. Les recomiendo que le echen un vistazo si quieren identificar, con todo detalle, las frases y reflexiones que conforman el pensamiento de Salvador Illa: federalismo, concordia, españolidad. No quiero entrar en la biografía del autor, lo suficientemente controvertida (la podemos consultar en varias webs), sino en el contenido de lo que dice. Y es que no hay nada en este libro que no pudiera escribir el actual mando del PSC, tan preocupado por el simbolismo, por Tarradellas, por la bandera española en el despacho presidencial, por nombrar a destacados españolistas para cargos de alta sensibilidad social. En pocas palabras, para no entretenerles, el libro es un repaso crítico a las tesis del nacionalismo catalán, identificándolo como romántico, supremacista, resentido, limitador de los derechos individuales, esencialista, pasional, conflictivo y empobrecedor. Haría falta, para hacerle frente, un patriotismo integrador y “no dual” de los sentimientos catalán y español que pasaría, por lo que se acaba viendo, por respetar la determinación de mantener la lengua y la cultura propias. Es decir, las actuales correspondientes conselleries. Gracias.

El presidente Illa, investido por ERC, tiene la oportunidad de demostrar que este relato de españolidad amable y federal funciona, y que no se rasga por todos lados

Repito, que los antecedentes del autor y los vínculos con Societat Civil Catalana no deberían desautorizar, de entrada, el análisis y el debate tal y como lo plantea. Sobre todo, si se trata del mismo análisis que hacen hoy el PSC y Salvador Illa, que solo por eso, merece ser combatido con argumentos. La tesis es que la Constitución de 1978 es suficiente para el reconocimiento de la “singularidad” catalana y que, por tanto, no se trata de querer ser una realidad diferente, sino una realidad decisiva en España. Se lamenta, eso sí, de la inexistencia de un “relato emotivo” que sea más capaz de unir España nacionalmente (“una efectiva propaganda de recordatorio de las evidencias que nos unen”). No se pregunta, en ningún caso, por qué este relato (más allá de la propaganda) cuesta tanto encontrar. Por qué no surge de forma espontánea entre los catalanes, tan españoles como somos. Por qué el conflicto resurge siempre, históricamente, y cómo siempre acaba con partidos prohibidos, auditorios clausurados o presidentes encarcelados. Y, sobre todo, no se pregunta, en ningún caso, qué hacer cuando esta “positiva influencia” en Madrid deriva en engaño, en incumplimiento o en simple falta de respeto: todavía hoy, Catalunya se rige por un Estatut que no han votado sus ciudadanos. De hecho, los catalanes tenemos tanta proximidad democrática con el texto del Estatut, como con el nombre del aeropuerto de Barcelona: simplemente, no lo hemos escogido.

Ahora la gente cercana a los planteamientos de Societat Civil Catalana, tanto el señor Bosch como el presidente Illa, investido por ERC, tienen la oportunidad de demostrar que este relato de españolidad amable y federal funciona y que no se rasga por todos lados. Que el independentismo no tiene base real, que todo es mito y exageración. Queda claro que la batalla por el relato es la que ha querido empezar librando el presidente Illa, desde el monasterio de Poblet (Tarradellas nunca habría defendido el 155), hasta el intento de normalización de la bandera española y el agachamiento de cabeza ante al rey en una competición náutica totalmente desvinculada de la ciudadanía. Veremos si la sociedad civil catalana, la real, es como quiere explicar la asociación que lleva ese nombre. Veremos si la “Cataluña real” responde a esta propuesta y si obtiene los beneficios esperados, bajo la promesa de paz y buenos alimentos. O si la historia y los hechos volverán a dar una lección a los verdaderos creadores de mitos.