Las infraestructuras que vertebran a los estados tienen que ser por necesidad obras de gran consenso, ya que una vez decididas y ejecutadas no se pueden tocar durante décadas. El agua, la energía, los puertos, las grandes carreteras, los trenes, las comunicaciones, entre otras cosas, son —en nuestra sociedad occidental del siglo XXI— herramientas imprescindibles de vertebración del estado del bienestar. Tienen unas características comunes que no podemos obviar si queremos evitar situaciones insostenibles, como las del caos de Rodalies.

En primer lugar, son cuestiones muy técnicas, donde no deberían opinar los que no son expertos. Se puede tener opinión política, por ejemplo, de cuestiones morales, de derechos civiles, de prioridades democráticas. Pero no de sistemas ferroviarios. Tenemos, pues, una cuestión obvia: solo los expertos deben opinar sobre qué hacer, cómo hacerlo y quién debe hacerlo. El resto, a escuchar.

En segundo lugar, todas las obras públicas de grandes infraestructuras requieren de presupuestos importantes, ejecuciones con miradas a largo plazo y dotaciones anuales de mantenimiento. Todas tienen una vida útil predeterminada, que podemos alargar, pero que cuando llega el momento —como ya hemos comprobado con Rodalies—, si no se ha previsto a tiempo su renovación, se crearán situaciones de caos como la que estamos viviendo estos días. Yo ya empiezo a temblar por el estado de las exautopistas de peaje dentro de una decena de años. Si bien la situación de concesión desmesurada de antaño era un pequeño robo consentido, si no se dedica regularmente un presupuesto a arreglarlas, pasará como en Alemania. Lo digo porque lo he sufrido en las autopistas de Alemania durante dos veranos. He vivido con regularidad, por autopistas alemanas, la terrible experiencia de conducir doce horas para hacer 600 km, con una decena de paradas por obras. Todo por un error de cálculo en el mantenimiento vial que, como buenos alemanes, nunca admitirán.

Queremos un plan consistente, realista, y unos plazos de afectaciones y soluciones que se cumplan. Que no nos engañen y, sobre todo, que los partidos no lo utilicen ni para desgastar, ni para prevaricar.

Y, en tercer lugar, hay que debatir, y esta vez a fondo, si tienen que ser obras de gestión pública, privada o mixta. Este sí es un debate político. Las izquierdas nacionalizan; las derechas tienden a liberalizar. Hacen falta debates, posturas y alternativas. Y sobre todo hacen falta decisiones. Ahora ya nadie sabe si se construirán o no desalinizadoras, porque tenemos agua en abundancia. Ni qué haremos cuando cierren las nucleares. Por lo tanto, es preciso que el debate de las infraestructuras se desarrolle con la profundidad política que sea necesaria y que se tomen decisiones. Un no a todo no vale. Si es preciso, admitiremos un no con alternativas razonadas. Y eso nos conduce al verdadero punto de discusión: hacen falta pactos de estado para realizar infraestructuras de estado.

Toca preguntarnos qué entendemos por un "pacto de estado". Podemos darle las vueltas que queramos, pero los pactos de estado son los que ponen por delante las necesidades del país a los réditos políticos a corto. Y pongo el ejemplo de la sanidad en Catalunya. Tenemos un sistema sanitario público que, a buen seguro, supera las expectativas de los médicos que ayudaron a forjarlo en los años sesenta. Seguro que se puede hacer mejor. Pero con la sanidad, y especialmente tras la Covid, no juega nadie… Pues lo que es válido para la sanidad debe serlo para las grandes infraestructuras. Se precisa, con las grandes infraestructuras, una mirada larga, que en política democrática solo es posible cuando los pactos de estado funcionan entre fuerzas que no juegan con los trenes ni con las cosas del comer como armas arrojadizas. Los ciudadanos necesitan saber que todo el mundo se toma muy en serio la puesta en marcha de un plan de Rodalies. Que no nos cuenten nada que no sea cuándo funcionarán los trenes con puntualidad. Si tenemos que sufrir diez años, queremos saber cuándo se irá resolviendo, línea por línea, el desbarajuste. Queremos un plan consistente, realista, y unos plazos de afectaciones y soluciones que se cumplan. Que no nos engañen y, sobre todo, que los partidos no lo utilicen ni para desgastar, ni para prevaricar. Que se sienten, lo discutan, lo pacten y luego nos lo expliquen y se hagan todos —repito, todos— responsables de ello.

Pronostico que la próxima oleada, cuando pase la fiebre de la extrema derecha, porque sus recetas antiinmigración fracasarán por inhumanas, imposibles y antihistóricas, llegará la fiebre liberal. Querremos gobiernos que arreglen los problemas, que eliminen normas entorpecedoras, costes innecesarios. Querremos gobiernos tecnócratas. Que la colaboración público-privada fluya. ¿Independencia?, ¿igualdad?, ¿feminismo?, ¿inmigración?, ¿cambio climático?, ¿guerra en el mundo? Por supuesto. Pero sobre todo querremos que los trenes funcionen siempre, que salga agua del grifo, que la electricidad no se corte, que las comunicaciones no caigan y que podamos circular con solvencia por las autopistas. Pero ojo, porque Roma ya inventó las vías, los acueductos y los grandes coliseos antes de derrumbarse. Parece que, entre otras cosas, por falta de inversión en defensa y por una política de acogida de inmigrantes equivocada.