En casa siempre hemos odiado a los franceses, mala raza donde las haya y enemiga sempiterna de la tribu; sin embargo, después de la inauguración de los Juegos Olímpicos de París de este pasado viernes, incluso servidor llegó a sentir compasión por ellos, viendo como los rivales del norte perdían la dignidad con tanto entusiasmo. Antes de la performance, yo esperaba airarme ante la enésima muestra pomposa de imperialismo con grandeur y soñaba proferir ametralladoras de insultos contemplando un nuevo display amanerado de rococó. Sin embargo, por primera vez en toda mi vida, empaticé con los gabachos boquiabierto delante de lo que parecía una gala de Eurovisión dirigida por Ada Colau y sus propagandistas. Iremos siempre contra Francia, pero con la malevolencia agradecida de habernos regalado la prosa de Voltaire, Flaubert y Proust y el genio sonoro de Josquin, Rameau y Debussy.
La broma inicial del desfile —equiparando las diversas naciones del mundo a un grupo de turistas que hacen el memo en los Bateaux Mouches (el abanderado, como el portador de la antorcha, tiene que ser una sola persona, sea macho o hembra)— podía haber sido una buena elección. Pero los organizadores de la fiesta tendrían que haber consultado antes un manual televisivo de parvulario, donde se recuerda que grabar objetos planos (¡y lentos!) de movimiento horizontal durante horas se tiene que complementar con una buena batería de imágenes aéreas; también que, en caso de lluvia, se tiene que recordar a los cámaras que limpien el objetivo a menudo, pues de lo contrario no se verá una puta mierda. Pero esto es excusable, porque contemplar las delegaciones siempre ha tenido algo de parsimonioso y, al fin y al cabo, fue divertido comprobar que los monarcas españoles no saben que, cuando les enfoca medio mundo, se tienen que quitar el chubasquero.
Si algo nos habían enseñado los franceses, desastrados ellos, es que la revolución siempre se tiene que imponer a través de la belleza
Lo auténticamente preocupante nace del hecho de que una de las naciones más importantes del mundo renuncie de una manera tan pornográfica a la tradición que la ha convertido en un imperio, cambiando su inmenso patrimonio musical por un chumbachumba repulsivo y el monopolio de la alta costura por una vestimenta propia de rameras. Si yo fuera un músico o un diseñador gabacho, ¡me habría frotado compulsivamente la muñeca con una tonelada de cuchillas! Yo entiendo —y aplaudo— que el olimpismo de costumbres atávicas quiera abrazar toda cuanta nueva forma de sexualidad y de estética corporal: pero hacer bailar a la mujer barbuda en una pasarela y coronar la Santa Cena de la diferencia con una especie de pitufo delirante es el peor favor que le podemos hacer a los discursos alternativos. Si alguna cosa nos habían enseñado los franceses, desastrados ellos, es que la revolución siempre se tiene que imponer a través de la belleza.
Ya tiene gracia que la única cosa salvable de toda esta mandanga fuera la imagen de una cantante excelente como Céline Dion interpretando L'Hymne à l'amour de Piaf con una vocalidad absolutamente fuera de estilo; ya tiene cojones que eso ocurra en la capital Francia, ¡la nación que el siglo XX reinventó la música trovadoresca con aquel estilo à mi-chemin entre el canto y la declamación mojabragas! El lector pensará que exagero, pero mientras contemplaba ascender la horterada del globo llameante, no podía evitar imaginarme la sonrisa de Vladímir Putin y Xi Jinping ante el suicidio estético de Europa. Si la pompa francesa resulta en esta fiesta apologética de la carencia y de lo impedido, pues ya me diréis cómo se encuentra el espíritu de los pueblos menos desarrollados del continente. Si alguien todavía pensaba que Europa es un jardín, que vuelva a ver esta inauguración; acabará queriendo que los Juegos se hagan en Qatar.
Nunca, pero nunca, habría pensado que llegaría a sentir pena de mis queridos enemigos. Os lo juro, queridos gabachos, nunca habría soñado que tendríais la decencia de suicidaros ante tantos espectadores. La lástima es que, como siempre pasa, quizás acabaréis contagiando a toda Europa. Esperemos que la tribu pueda salvarse de esta caída inevitable, afortunadamente televisada.