El reconocimiento de Palestina como estado por parte de España en plena guerra entre Israel y Hamás a raíz del sanguinario ataque del 7 de octubre del año pasado ha desencadenado una grave crisis diplomática entre ambos países. Llevar a cabo un movimiento así en estos momentos es dar aire a la organización terrorista, con una decisión, tan inoportuna como imprudente, que lo único que consigue es atizar un conflicto que no se acabará hasta que los palestinos entiendan que los judíos tienen el mismo derecho a existir que ellos y que el territorio que hay entre el mar Mediterráneo y el río Jordán es en parte compartido, como efectivamente decretó en su día la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El problema es que quienes durante todo este tiempo —en Nueva York, en Camp David o en Oslo— no han aceptado nunca la partición han sido los palestinos, quienes no han querido el estado han sido los palestinos, no los israelíes.
Otra cosa es que en el actual contexto de guerra las autoridades israelíes rechacen la idea de los dos estados, porque aceptarla en este escenario sería dar carta de naturaleza al discurso de Hamás que matar judíos es la manera de alcanzar sus reivindicaciones. Poner sobre la mesa ahora un planteamiento de estas características equivale, pues, a tomar descaradamente partido a favor de una banda terrorista ante un estado democrático y significa, por otro lado, reconocer algo que no existe, el estado palestino. Desde el comienzo de la conflagración armada, España ha jugado la carta de Palestina. Y, por si no había quedado suficientemente claro, personarse en la causa por genocidio que se sigue en el Tribunal Internacional de Justicia contra Israel acaba de remachar el clavo. Ahora bien, cuando con actuaciones de este tipo lo que se consigue es tan solo la felicitación de un grupo terrorista como Hamás, significa que algo se ha hecho muy mal. La posición del gabinete de Pedro Sánchez responde al talante wokista de una mal llamada izquierda —representada por el PSOE, Sumar y Podemos—, pero es dudoso que en Catalunya sea mayoritaria entre la población —a pesar de los aspavientos de ERC, Comuns Sumar y la CUP y el cierre de filas acrítico del PSC—, a la vista de los vínculos de todo tipo que históricamente han existido con Israel. Fue España que expulsó a los judíos, no Catalunya.
Las fuerzas políticas catalanas no han aprovechado para marcar perfil propio y presentar una política diferenciada hacia Israel ni para abrir un debate sobre la cuestión que habría podido resultar muy interesante
Reconocer ahora el estado de Palestina es, por tanto, un resbalón de consideración. Parece mentira que el presidente del gobierno español —y los primeros ministros de Irlanda, Noruega y Eslovenia a los que ha engatusado para hacer lo mismo— tenga tan mal ojo clínico y se deje llevar por el aparato de propaganda propalestino, que debe admitirse que en este terreno hace tiempo que tiene ganada la partida a Israel. Parece mentira que Occidente, muy particularmente Europa, pero también los Estados Unidos, haya olvidado que es producto de la civilización judeocristiana, que no tiene nada que ver con el mundo islámico, con el que, de hecho, se encuentra en las antípodas, y aplauda movimientos infames como el del controvertido secretario general de la ONU, António Guterres, de incluir a Israel en la lista negra de países que violan los derechos de los niños junto a organizaciones terroristas reconocidas como Hamás mismo, la Yihad Islámica o Boko Haram. Parece mentira, en fin, que un grave runruneo de antisemitismo vuelva a recorrer peligrosamente el Viejo Continente y el nuevo mundo —y arrastre a sectores teóricamente ilustrados como el mundo académico y universitario— como había hecho en tiempos que parecían periclitados, pero que lamentablemente la realidad demuestra que no lo son y refuerza la idea de la persecución atávica de los judíos, acometidos siempre por el simple hecho de serlo.
¡Pues claro que los dos estados es la solución para acabar con la confrontación arabo-israelí en Oriente Próximo! Pero esto no será posible hasta que los que quieren exterminar al pueblo judío —Hamás, Hezbolá, la Yihad Islámica y otras facciones islamistas armadas patrocinadas sobre todo por Irán— sean vencidos y eliminados de la faz de la tierra. El pueblo palestino tiene derecho a existir, pero el judío también y, además, tiene derecho a vivir en paz en su casa, sin tener que estar constantemente pendiente de los que quieren lanzarlo al mar. Hasta que los palestinos no acepten esto no hay nada que hacer. Unos palestinos, por cierto, que son tan árabes como los habitantes del resto de países árabes que tienen alrededor y que deberían preguntarse, más allá de la disputa que mantienen con Israel, por qué ninguno de estos países árabes los han querido nunca ni los quieren ahora y algunos simplemente los han usado y los usan para atizar el conflicto. El acercamiento a Israel que ha habido en la región por actores como los Emiratos Árabes Unidos o Arabia Saudita es el camino a seguir.
En esta escena tan compleja, la crisis diplomática propiciada por el grave error de Pedro Sánchez no la han aprovechado las fuerzas políticas catalanas para marcar perfil propio y presentar una política diferenciada hacia Israel ni para abrir un debate sobre la cuestión que habría podido resultar muy interesante. No debía tener nada que ver con un hipotético reconocimiento de Catalunya como estado independiente que algunos diputados israelíes han esgrimido para pagar a España con la misma moneda. En el contexto geopolítico actual, un planteamiento así talmente parece una boutade, aparte de ser, por descontado, una manera de hacer la murga al presidente del gobierno español. Pero sí que desde Catalunya se habrían podido dar pasos en el diseño de una estrategia específica y diferente a la de España. En cambio, se ha hecho exactamente lo contrario y los partidos catalanes se han limitado, por un lado, a hacer seguidismo del líder del PSOE y, por otro, a promover boicots absurdos e irracionales contra todo lo que lleve la etiqueta de israelí.
Ni siquiera en JxCat, que como fuerza heredera de CiU debería ser más sensible a una posición que históricamente ha sido de apoyo a Israel, se ha sabido jugar las cartas adecuadamente ni se ha dado ningún paso decidido para romper esta dinámica perversa. Al revés, se ha limitado a reprochar a Pedro Sánchez la contradicción que supone reconocer el derecho de autodeterminación de Palestina y no hacer lo mismo con el de Catalunya y Kosovo, cuando en el escenario del conflicto arabo-israelí no era este el discurso que tocaba. ¿Nadie se acuerda de que en 2017, tras el referéndum del Primer d’Octubre, Israel fue de los pocos que lanzó un guiño a Catalunya y no aceptó la presión del gobierno español, entonces en manos del PP y presidido por Mariano Rajoy, para que condenara el proceso independentista que había en marcha en aquellos momentos, mientras los palestinos corrían a abrazar la sacrosanta unidad de España?
"Siempre nos quedará Andorra", podrían proclamar los catalanes partidarios de respaldar a Israel, parafraseando el "siempre nos quedará París" que Rick (Humphrey Bogart) susurra a Ilsa (Ingrid Bergman) antes de subir al avión en la escena final de la mítica película de Michael Curtiz Casablanca. Y es que Andorra ha decidido que no reconocerá el estado de Palestina, que con el apoyo que dio a su entrada como miembro de pleno derecho de la ONU de momento ya basta y que más adelante ya se verá.