Hoy cualquier lector esperará de este columnista una disquisición sobre la disputa entre Donald Trump y Volodímir Zelenski en el Despacho Oval o el enésimo artículo sobre el yihadismo, con ocasión del atropello múltiple ocurrido anteayer en Mannheim. Pero los desvaríos de la actualidad, por importantes que sean, son menores si los comparamos con la entrevista que este diario nuestro hizo el sábado pasado a la psicóloga-sexóloga Elena Crespi, una interviu en la que la experta al respecto de encamarse afirmaba que "la sexualidad es machista porque parte de un juego que facilita el placer sexual del pene". En casa, donde hay personas con pene y vagina a partes iguales (aunque la acusación sea más dolorosa para los primeros), todavía no salimos del asombro; deconstruidos intentamos serlo, solo faltaría, pero todavía no hemos podido evitar la vergüenza de mantener el utensilio en cuestión justo en medio de la entrepierna.
Las tesis de Crespi (habrá que leer su último libro; Confidencias. Un viaje por tu sexualidad) son interesantes de cavilar. Según su opinión, la estructura del coito tradicional, que se trama con el frotamiento de siempre entre el pene y el canal vaginal, olvida a menudo el hecho de que el segundo órgano es una zona de tráfico que incluye menesteres de la vida femenina como la menstruación o el parto; siguiendo el razonamiento, la vagina (contrariamente al clítoris, un dispositivo enteramente urdido para el disfrute) vendría a ser un reducto sensible pero que no está hecha para el placer". Contrariamente, la providencia habría regalado al falo una función triple —sirve para orinar, expulsar esperma y alcanzar el orgasmo—, estructura mucho más centrada en el placer, si se ve la sexualidad como el prototípico coito entre un hombre cis y una señora. El pene lo tendría todo más fácil, en resumen, por su propia entropía biológica.
En este sentido, y para decirlo en Heideggeriano, la Zuhandenheit pollil (a saber, la naturalidad con la que los hombres palpan, trafican y conviven con su picha) sería el elemento clave del machismo que se deriva de las relaciones sexuales normativas basadas en la penetración. Como dice Crespi, "la penetración es un juego que está bien que esté, adelante, solo faltaría, claro que sí, puede ser muy placentero, pero no necesariamente orgásmico para todo el mundo; puede ser muy divertido, pero que todo nuestro juego sexual dependa de un pene erecto nos va a la contra, porque los penes no siempre están erectos y no siempre tienen los mismos niveles de erección (¡no hace falta que lo jures y gracias a Dios, afirmo!). Este, diría, es el aspecto más conmocionador del esquema crespiano, justamente porque también sitúa al hombre en la tesitura de erigirse en un penetrador continuo, desestimando otras técnicas igualmente placenteras para la mujer.
La evidencia del pene y la tentación permanente del estar-erecto solo puede creerse ventajosa desde la ignorancia o la falta de comprensión. La fisiología masculina no es sexista, en este sentido; simplemente, sufre de una tara básica
Por otra parte, y en el caso del hombre, la omnipresencia del pene es una inclemencia en ella misma. Puestos a analizar el coito más allá del acto propiamente dicho, como hace Crespi, se podría aducir que la singularidad física del falo masculino es una fuente de torturas muy costosas de soportar. Aquello que, a simple vista, hace del pene algo más evidente y unívoco que los órganos de la alteridad femenina es precisamente aquello que lo convierte en un objeto problemático. Los hombres, o cuando menos servidor, envidiamos la capacidad que tiene el disfrute de la mujer para esconderse, como hacía la naturaleza según el maestro Heráclito. La evidencia del pene, en nuestro caso, y la tentación permanente del estar-erecto solo puede creerse ventajosa desde la ignorancia o la falta de comprensión. La fisiología masculina no es sexista, en este sentido; simplemente, sufre de una tara básica que, por si sería poco, resulta difícil de olvidar.
Por mucho que ensaye vías alternativas al placer del coito más desnudo, el hombre vive preso de este frenesí inmediato (pero espantosamente breve y explosivo) que lo sacrifica hacia su propio orgasmo. Aunque las mujeres tengan que fingir y actuar mucho más su placer (como recuerda Crespi, a base de gemidos y jadeos que no siempre son naturales), esta es una gracia que nosotros no osamos ni soñar. En este sentido, a pesar de nuestra capacidad torpe, el placer que experimenta el macho resulta necesariamente imperfecto, y cualquier cambio en su dinámica —por mucho que se ponga a ello— siempre le parecerá una pérdida de tiempo. En el fondo, llegada una cierta edad, el hombre sueña con deshacerse de la omnipresencia del pene como agua de mayo, cosa que puede conseguir a base de vivir en pareja o, simplemente, de ir haciéndose viejo.
La sexóloga tiene razón cuando reprueba el egoísmo masculino en el acto; eso que ahora las mujeres describen como "masturbarse con nuestra vagina". Sin embargo, me tendrá que creer; cuando no follamos, que es la máxima cantidad del tiempo que nos toca vivir, la presencia de este ser resulta una auténtica tortura. Hermanas, os hace falta mucha más comprensión con las inclemencias del pene.