¿Qué hace que, por regla general, en el mundo de la política los expresidentes no puedan estar callados y a menudo intervengan en el debate público cuando, además, nadie se lo pide? Debe ser la necesidad que tienen de seguir haciéndose notar una vez catados los efectos de la popularidad mientras ejercieron el cargo. El fenómeno se ha extendido como una mancha de aceite por los cinco continentes, pero no de la misma manera en todas partes.
Como en tantas cosas, los Estados Unidos son los que acostumbran a marcar la pauta también en este terreno. Todos los presidentes, una vez dejan de serlo, crean su propia fundación —como entidades sin ánimo de lucro que se financian a través de donaciones privadas—, bien para preservar el legado político, o bien para llevar a cabo acciones de carácter social en campos como la paz, la libertad, la democracia, la infancia, la educación, la salud o, entre otros, el cambio climático. La más conocida debe ser la de Jimmy Carter (The Carter Center), pero también la tienen George Bush padre (George and Barbara Bush Foundation), Bill Clinton (Clinton Foundation), George Bush hijo (George W. Bush Presidential Center) o Barack Obama (Obama Foundation). Y unos prácticamente ni se dejan ver, como sería el caso de Bill Clinton o de los George Bush, y otros, en cambio, no paran, como se ha constatado con Barack Obama, haciéndole prácticamente la campaña a Kamala Harris en las últimas elecciones presidenciales americanas.
En Europa depende de los países, pero cuesta encontrar expresidentes o ex primeros ministros que tomen parte en el debate político del día a día. Más bien lo contrario. En Alemania, Angela Merkel había guardado un silencio sepulcral desde que se fue en 2021 hasta ahora, que ha publicado sus memorias. En Francia tampoco se tienen muchas noticias de François Hollande o de Nicolas Sarkozy, que dejaron de presidir la república en 2017 y 2012 respectivamente, y si alguno ha salido más en los papeles —el segundo— es por los casos que tiene pendientes con la Justicia. En el Reino Unido y en Italia, donde queman los primeros ministros más deprisa que en ningún sitio, es difícil que los ex participen en la vida pública, y si lo hacen es porque alguien se lo ha pedido explícitamente, pero la discreción suele ser la norma y, de hecho, cuesta incluso recordar los nombres de los que ya no están en el cargo. En el resto de países europeos la sensación es que pasa más o menos lo mismo, o parecido, salvo en España.
Artur Mas aseguró que quería jugar un papel más institucional que de hombre de partido, pero la realidad no hace más que desmentirlo
En España, los expresidentes del Gobierno se dedican básicamente a importunar. José María Aznar lo hace desde la todopoderosa Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) que creó en 2002, cuando todavía estaba en la Moncloa, y desde la que sigue moviendo, por detrás, los hilos del PP, de manera que los nombres que hay delante —Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría, Pablo Casado, Alberto Núñez Feijóo, José Luis Martínez-Almeida o Isabel Díaz Ayuso— no son más que títeres suyos. Felipe González intenta hacer lo mismo en el PSOE, pero sin tanto éxito, porque solo controla la vieja guardia del partido y con ello no tiene suficiente para echar a Pedro Sánchez, que es lo que hace tiempo que persigue como bien se le nota cada vez que abre la boca. En el otro plato de la balanza está José Luis Rodríguez Zapatero, también del PSOE, pero que en este caso procura jugar un papel más institucional y menos partidista.
En Catalunya, los expresidents de la Generalitat acostumbran a tener lo que se llama oficina de expresident, pagada con dinero público, desde donde pueden seguir vehiculando la actividad política que les interese. Todos menos Jordi Pujol, que fue desposeído de todas las prebendas de ex —salvo el servicio de escolta— cuando confesó, en julio de 2014, que había tenido —él y la familia— dinero escondido irregularmente en Andorra, aunque en su caso dispone de otros caminos para hacer llegar sus ideas a la opinión pública tras los años de ostracismo que ha sufrido a causa precisamente de aquel, como lo llama él, "esguerro". Del resto destaca la de Pasqual Maragall, a pesar del alzhéimer que es conocido que sufre y que lo mantiene alejado de la vida pública, la de José Montilla, que es el más discreto de todos, y la de Carles Puigdemont, que la tiene a pesar de continuar plenamente activo en la vida política.
Pero, por encima de todos, el expresident de la Generalitat que más incide en la política del día a día es, sin duda, Artur Mas. Últimamente se puede decir que no para. En su momento aseguró que quería jugar un papel más institucional que de hombre de partido, pero la realidad no hace más que desmentirlo. Apoyó al exalcalde de Girona en las últimas elecciones catalanas, lo ha respaldado en el regreso a la presidencia de JxCat, ha bendecido al partido como heredero legítimo de CDC y se prepara para afiliarse a él. Y algo más importante, si cabe, pero de lo que no está claro que la gente se haya dado cuenta lo suficiente: está intentando restituir como sea, con a menudo apariciones públicas conjuntas, la figura de su padre político, Jordi Pujol, como si le hubiera molestado profundamente que el primero en rehabilitarlo haya sido el actual president de la Generalitat, Salvador Illa, y después de haber sido él quien le retiró todos los honores de expresident en 2014.
Estaría bien que los expresidents catalanes refrenaran su incontinencia verbal, si es que no tienen nada relevante que aportar
En este sentido, es especialmente significativo el acto de homenaje que el mundo convergente de toda la vida se apresuró a sacarse de la manga el pasado viernes en Castellterçol, cuna de Enric Prat de la Riba, para rendir tributo al líder caído y dejar claro que es uno de los suyos, no de los otros. Un acto durante el cual el propio homenajeado, como aquel que no quiere la cosa, no dejó escapar la oportunidad de pasar cuentas con su hijo político —a quien tenía sentado a su diestra— y de reprocharle justamente que hubiera sacrificado CDC en un momento en que "todo el mundo se aturdió" con una refundación —el PDeCAT— que resultó un fiasco. "Habría valido la pena mantener el partido", lamentó Jordi Pujol, que por eso pidió que una de las primeras cosas que tocaba hacer ahora era "salvar el partido", o lo que es lo mismo, dado que CDC ya no existe, "ese espíritu y esa mentalidad" convergentes, es decir, exactamente lo que hoy es JxCat. Y, puestos a meter baza y a remachar el clavo convergente, vino a decir que él ya lo sabía eso de que Catalunya no podría ser nunca independiente. ¡Suerte que cuando en 2003 dejó de ser president de la Generalitat proclamó que se retiraba para no interferir en la política del día a día!
Más allá de esta celebración, la actividad de Artur Mas como expresident tampoco acaba aquí. Hay que añadir las declaraciones sobre la actualidad política que últimamente él también realiza, como aquel que dice, cada dos por tres a cualquier medio que le pregunte. Una de las últimas perlas ha sido, en la misma línea de echar agua al vino del movimiento independentista, la afirmación según la cual "son los catalanes los que han decidido que la independencia debe quedar en un segundo plano". Se debió quedar realmente descansado con esta sentencia cuando él y todo el mundo sabe que si en 2017 la independencia no triunfó no fue porque la mayoría de ciudadanos de Catalunya no lo quisiera, sino porque los políticos que comandaban el país —entre ellos él mismo, entre bambalinas— a la hora de la verdad se echaron atrás, y cuando él y todo el mundo sabe que si actualmente se encuentra "en un segundo plano" es porque las fuerzas políticas catalanas han vuelto todas al procesismo y el elector independentista no tiene ningún partido ni dirigente independentista a quien votar.
Es por todo ello que estaría bien que los expresidents catalanes refrenaran su incontinencia verbal, si es que no tienen nada relevante que aportar, como ha sido el caso hasta ahora. Porque seguro que serían muchos los que convendrían que, efectivamente, callados estarían mucho mejor.