Leo, como siempre, con atención el artículo que firma en ElNacional.cat el abogado y escritor Jordi Cabré. En este texto concreto, intitulado "Aparcar la independencia", menciona al profesor Mas-Colell y destaca una afirmación suya ("la independencia es imposible porque Europa no lo quiere"). A continuación, Cabré enuncia con contundencia: "Me parece una afirmación [la de Mas-Colell], aparte de falsa, inmoral. ¿Por qué inmoral? Inmoral porque la tuvimos en la punta de los dedos. Porque ya sabemos cómo se hace, pero no osamos cogerla". Insistirá más de una vez en esta idea, por ejemplo, cuando señala "Demostramos que era posible. Y demostramos cómo se hace".
La posición del querido Jordi Cabré merece que nos detengamos, ya que es compartida, diría, por un número considerable de personas dentro del independentismo. La principal discrepancia, a mi entender, es sencilla de enunciar: no la tuvimos en la punta de los dedos, ni siquiera la tuvimos cerca. Todo al contrario. Si una cosa quedó demostrada en 2017 fue que, aunque el Estado cometió algunas equivocaciones de calado, Catalunya no tuvo en ningún momento una mínima posibilidad de alcanzar la independencia. Las razones son múltiples y no hay espacio aquí para detallarlas. Pienso que Mas-Colell tiene razón cuando se refiere a la voluntad de la gran mayoría de Estados europeos. Sin embargo, el factor europeo o el estado de opinión internacional no creo que sean lo más relevante, el primer elemento a considerar. Para decirlo muy sucintamente, el gran problema era, y sigue siendo, la desigual relación de fuerzas entre el independentismo y el Estado español.
Si algo quedó demostrado en octubre de 2017, no es si la independencia es posible o imposible, sino que el Estado español está dispuesto a cualquier cosa para impedirla
Considero que, justamente, eso es el que quedó claro, clarísimo, en 2017, y no que lo tuviéramos cerca o que los catalanes no osaran agarrar la independencia. Todavía más alejado de la realidad de los hechos es creer que "ya sabemos cómo se hace". Ni sabemos cómo se hace —más bien sabemos lo que no se debe hacer—, ni tampoco podemos decir que Catalunya se aproximó a la independencia. Que estábamos lejos lo sabían perfectamente nuestros políticos, Carles Puigdemont, en primer lugar, ya que decidió suspender la declaración de independencia y ni se le pasó por la cabeza intentar implementarla. Al contrario, los principales protagonistas se limitaron a decidir cómo afrontarían las consecuencias de lo que había ocurrido, si marchándose al extranjero o sometiéndose al juicio al cual los sometería la justicia española.
Aquí quizás hay que hacer un recordatorio. Desde bastante antes, los más destacados actores independentistas habían acordado que en ningún caso llamarían a la gente al enfrentamiento violento con las fuerzas policiales españolas (Policía Nacional y Guardia Civil). Y todavía menos con el ejército (que, si hubiera sido necesario, habría intervenido, no tengan ninguna duda). No sé si, sin decirlo explícitamente, Jordi Cabré nos está hablando de eso. Como no lo sé, no me entretendré en este asunto.
Finalmente: ¿es imposible la independencia? Lo único que yo les puedo decir —y no porque considere inmoral tildar la independencia de imposible— es que no lo sé. Lo que pienso, tanto entonces, como ahora, es que es un objetivo legítimo y deseable. Y por el cual hay que seguir trabajando. El problema no es si es posible o imposible —¿quién conoce el futuro?—, sino cómo se llega y, especialmente, cuál es el precio que hay que pagar en cada momento histórico concreto. Los costes de todo tipo. Y si alguna cosa quedó demostrada en octubre de 2017, no es si la independencia es posible o imposible, sino que el Estado español está, entonces, como también hoy, dispuesto a cualquier cosa —y 'cualquier cosa' quiere decir exactamente cualquier cosa— para impedirla.