Es todo un espectáculo ver como la misma generación que hace unos años perdonaba la vida al independentismo se va poniendo la soga al cuello con su propaganda y sus tácticas insignificantes. Suerte que los catalanes educados en democracia cada vez son más y es más difícil engañarlos. Cualquiera que tenga un poco de cultura habrá pensado en la ley de contratos de cultivo de 1934, al saber que el Parlament volverá a aprobar la ley de pobreza energética.
Durante los meses anteriores al 9-N oímos hablar mucho del 6 de Octubre. Los diarios que se oponían a la autodeterminación y los intelectuales que venían del autonomismo sembraron el miedo apelando a este episodio desgraciado y mal entendido, para evitar un conflicto frontal con España que no pudiera instrumentalizarse. Ahora los viejos autonomistas están a punto de repetir la historia en forma de comedia. Tiene gracia que el procesismo cada día actúe más como la Tercera Vía, aunque sus líderes han sido vencidos en las urnas.
Para los que necesiten una introducción, el 6 de Octubre estalló después de que la Generalitat convirtiera en bandera de la libertad de Catalunya una ley de emancipación del campesinado. La autonomía hacía tres años que funcionaba, las derechas acababan de llegar al Gobierno de Madrid y la situación del campo español pedía una reforma tanto o más urgente que la del ejército o la iglesia. Companys lo aprovechó para reforzar su poder y para intentar convertir la autonomía catalana en una realidad querida por las izquierdas españolas.
En los años 30, la idea de votar la independencia no tenía sentido porque el Estado te mataba
El resultado fue que el Tribunal de Garantías la tumbó y se creó una crisis de legitimidad que todo el mundo utilizó para sus intereses. ERC volvió a aprobar la ley en el Parlament. La derecha amenazó con recortar el Estatut o con abolir la autonomía. La izquierda vio la ocasión de asaltar el Gobierno de Madrid, utilizando a Catalunya como palanca. El independentismo trató de organizar una insurrección recordando que Prats de Molló había dado a Macià el prestigio suficiente para alcanzar la autonomía. Cambó se erigió en la encarnación del buen juicio como si fuera Albert Rivera.
En los años 30, la idea de votar la independencia no tenía sentido porque el Estado sencillamente te mataba. Entender este factor es básico: toda la cultura política catalana está basada en la sublimación del anhelo de libertad, sea a través de la superioridad moral montserratina, sea a través de la superioridad moral de la izquierda, sea a través de cualquier fanfarronada abstracta que evite concretar de forma clara el conflicto nacional. La prueba de hasta qué punto eso intoxica la vida española es que Ciudadanos se encuentra a dos telediarios reconocer el espolio fiscal. De momento, Albert Rivera ya se queja de que en Madrid le faltan al respeto más que en Barcelona.
La historia ha favorecido que los catalanes seamos expertos en encontrar excusas o inventos técnicos que nos eviten reconocer que vivimos en un país colonizado. Cuando los militares juzgaron a Ferrer i Guardia el corresponsal de The Times escribió que había quedado sorprendido de ver que un pedagogo que luchaba para ilustrar a la clase obrera hablara un castellano tan defectuoso. Entonces el único catalán importante que protestó por la ejecución fue Joan Maragall, que fue censurado por el mismo Prat de la Riba. El líder de la Lliga traicionó a Maragall porque pensó que podría llegar a un acuerdo con Madrid y al final acabó muriendo de una enfermedad contraída en la prisión. Enric Gomà ha satirizado esta mentalidad tan arraigada en el país en el libro Instruccions per a l'ocupació de Catalunya. 1938.
El Estado no sabe como controlar a Catalunya porque ha hecho bandera interesada de la democracia
La cuestión es que ni la situación geopolítica ni el clima español tienen que ver con el panorama de los años 30, en aquello que es sustancial: la violencia está mal vista en Europa. Los cambios de mentalidad que han producido tantos años de paz han hecho envejecer los discursos y el imaginario de los especuladores de la herida catalana. Por el mismo motivo que los americanos pagaron un precio para introducir la cultura pacifista en Japón cuando los necesitaron para defender sus intereses en el Pacífico durante la Guerra Fría, el Estado español no sabe como controlar a Catalunya porque ha hecho bandera de la democracia de forma interesada y excesiva.
Poco a poco el círculo se va cerrando. Ayer mismo el Institut d'Estudis Catalans presentó Els ponts retrobats, una recopilación de textos del padre del nacionalismo sardo, Antoni Simon Mossa, editados por su hijo, Pere Simon Altea. Durante la guerra civil, este señor se hizo amigo de algunos catalanes exiliados en Roma, entre los cuales Josep Pla y Joan Baptista Solervicens, y no sólo mantuvo el contacto con ellos sino que en los años 60 visitó a Jordi Pujol en la prisión de Zaragoza. Este detalle dice tanto de las corrientes de fondo que han despertado los 40 años de democracia como las grandes ventas del Capità Groc, el libro que Víctor Amela ha tenido que traducir al catalán con el google translator para poder ganar el Premio Ramon Llull.
La única posibilidad que el Estado tiene de parar la independencia es a través de nuestro miedo, de la tendencia que hemos adquirido a buscar excusas y soluciones rocambolescas que ya no garantizan nuestra supervivencia física, sino sencillamente nuestra sumisión. La manera de defenderse de un misil es enredarlo generando réplicas falsas. El 9-N fue eso, fue un doble simulacro, una puerta giratoria creada por el miedo a perder de los dos bandos. Con el decreto de pobreza energética vamos hacia la misma situación, pero en un entorno cada vez más crispado y más complejo.
La libertad de Catalunya no necesita ninguna otra justificación que la de las urnas, y es aquí donde hay que poner la fuerza. A la gente intoxicada por el franquismo le cuesta entender eso y nos hace perder un tiempo precioso aferrándose a tácticas caducas que sólo inflaman de manera gratuita el panorama político español. Esta idea que hay que cargarse de razones viene de haber interiorizado la represión y es una forma segura de perder. Mientras provoque más miedo fracasar que quedarse un día más en España, no sólo no saldremos adelante, sino que iremos matando el talento y la inteligencia del país en causas cada vez más intrascendentes.
Los procesos son dinámicos y los políticos y analistas que viven pendientes de las encuestas tendrían que entender que no se trata de contar gallinas, sino de movilizar a personas. Personas humanas, con capacidad de pensar y comprender.