Acabamos de superar el séptimo aniversario del referéndum del 1-O y ante eso hemos podido observar reacciones de todo tipo. Desde los que lo reivindican como un hito histórico, como algo vivo, incluso vigente, hasta los que no lo han mencionado para nada, seguramente para favorecer su olvido. O porque lo consideran un acontecimiento tan desgraciado y maléfico que prefieren menospreciarlo. En el recuerdo de personas como yo, el 1-O es sobre todo un día luminoso, un momento que vivimos con una ilusión y esperanza inmensas, a pesar de las nubes, cargadas y muy oscuras, que veíamos en el horizonte, a pesar de que sabíamos que lo más seguro —mucho más que seguro— era que el independentismo acabara fracasando en su intento, y que el Estado ni siquiera se plantearía negociar. (De hecho, el Estado finalmente no se avino a negociar ni la capitulación independentista).
Muchos sabían, aquel 1 de octubre, y el 3, el día del gran parón, que el independentismo estaba atrapado, en una especie de callejón sin salida. Otra cosa es que, llevados por esa esperanza e ilusión inmensas, no quisieran darse cuenta de que difícilmente lo lograríamos. Eso, aunque el gobierno de Mariano Rajoy había cometido el enorme error de golpear salvajemente a los ciudadanos que habían ido a votar. El día 3 se produjo también el discurso del rey, un discurso en el que se saltó su deber constitucional (el artículo 56 establece que la corona "arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones"), lanzando un agresivo mensaje contra los independentistas. Los golpes de la policía y el discurso de Felipe VI propiciaron una ventana de oportunidad, que, a mi entender, no se supo aprovechar. Una cosa y la otra abrían la puerta a que el president Carles Puigdemont hiciera un movimiento que, además de desconcertar al Estado, habría podido alargar la partida o teñirla de un color diferente. Me refiero a convocar elecciones, por ejemplo, el día 4, al día siguiente del discurso real. Sea como fuere, acepto que resulta fácil analizar y dar consejos a toro pasado, con la perspectiva que da el tiempo. La partida, sin embargo, estaba perdida. Lo estaba porque los líderes del procés —en mi opinión, acertadamente— habían renunciado desde el principio a hacer nada que pudiera conducir a la violencia en las calles y al derrame de sangre. El Estado español, contrariamente, estaba preparado para utilizar toda su fuerza y todos sus recursos para impedir la independencia de Catalunya.
¿Si el callejón no tenía salida, como es que se organizó y realizó el referéndum? ¿De qué manera el procés, nacido en el 2010 —o antes—, condujo al independentismo hasta el 1-O? Al respecto se han efectuado miles de análisis. Mi conclusión es que se trató de un movimiento que fue creciendo en la sociedad y al que los políticos y los partidos pronto se sumaron con energía. La interacción, la retroalimentación, entre sociedad y política, es lo que acelera y acaba de dar el pleno impulso al procés. Llega un momento en el que la inercia se vuelve imparable. Tanto es así que, si cualquier político independentista hubiera alertado —imaginémoslo— de que Catalunya se estaba metiendo en una situación muy complicada, como así era, habría sido aplastado por esa misma inercia.
Los que creemos en Catalunya y en la libertad debemos celebrar el 1-O, porque, a pesar de todo, ese día fue un día de júbilo
La luz del 1-O se extinguió con la aplicación del artículo 155 y de un castigo y una represión extensivos. Las consecuencias de todo ello, una enorme frustración, una angustiosa resaca y una pesada sensación de agotamiento, las vivimos todavía. A este desaliento y también al enfado justificado han contribuido muchos de los máximos responsables independentistas con su comportamiento desde entonces. Hay que hacer notar que esta parte, la actuación de los líderes independentistas, no es culpa del Estado y tampoco era inevitable. Todos ellos lo habrían podido hacer mejor. De hecho, mucho mejor.
A la vista de todo ello, cabe preguntarnos si hay que celebrar o no el 1-O. Desde mi punto de vista, es estéril, incluso contraproducente, dejarnos paralizar por la nostalgia. La nave independentista no puede quedar varada, debe seguir navegando, buscando siempre el viento que permita avanzar. ¿Significa eso que hay que renegar y maldecir el 1-O? De ningún modo. El independentismo no puede caer en el derrotismo, ni en el abandono. Además, como decía más arriba, ese día fue un día luminoso, un día de ilusión y esperanza. Un día que muchos y muchos catalanes guardarán para siempre en su memoria y su corazón. Creo que los que creemos en Catalunya y en la libertad debemos celebrar el 1-O, porque, a pesar de todo, ese día fue un día de júbilo.
El independentismo se encuentra hoy en un mal momento, ciertamente. Cansado, decepcionado, dividido. Pero no acabado ni en extinción, como dicen y quieren algunos. Los retos, los deberes que tiene hoy son superar este estado anímico actual y persistir. Persistir significa mirar adelante con realismo. Para hacerlo, el independentismo, obviamente, debe evaluar muy esmeradamente lo que ha sucedido. Y aprender de ello. De hecho, el independentismo sabe hoy muchas cosas que antes no quiso o no supo considerar en su exacta magnitud. La dureza de la reacción del Estado es una de ellas. Y otra son los perímetros del comportamiento internacional, muy específicamente de Europa. Debe persistir, aprender —para mejorar, para actuar con más inteligencia— y trabajar. Trabajar mucho y con disciplina. No vaya a ser que el día que Catalunya tenga una oportunidad quede atrapada todavía en la nostalgia o sea tan débil y se encuentre tan confusa que no sepa qué hacer.