Me prometí que no lo miraría para ahorrarme el mal trago y porque en las conclusiones de fondo de qué, por qué y para qué se puede llegar de todos modos. Finalmente, no obstante, miré "Infilitrats", el 30 minuts de La Directa sobre los policías nacionales infiltrados en los movimientos sociales de Catalunya y el País Valencià. En nuestro país —y creo que por pura pereza intelectual— algunas voces del arco ideológico se han dedicado a ridiculizar a las víctimas de estas operaciones policiales. El debate político está triturado y parece que las consignas simples son la única vía rápida para hacerse escuchar, pero me parece que separar el grano de la paja —hacer crítica de un abordaje sentimentalista de la situación mientras, al mismo tiempo, se intenta no frivolizar con el trauma de los afectados— tiene que ser posible.
Resulta difícil acabar de ver el documental y no notarse el cuerpo blando, como recién apaleado. Esto es así para cualquiera que aún tenga una pizca de empatía en la caja de resonancia del pecho. Es cierto, no obstante, que la situación despierta la rabia y el resentimiento, y que, como catalanes, por el momento en el que estas operaciones policiales se produjeron, todavía despierta más. Canalizarla contra las víctimas que lo han vivido en primera persona es profundamente injusto porque exime a la clase política de responsabilidad e impide fiscalizarla por su ingenuidad. Mientras el procés se convertía en un camino espiritual para hacer de los catalanes seres de luz, la policía nacional Maria Isern estaba en las reuniones en las que Òscar Campos, acusado de saltar a las vías del AVE de Girona durante las manifestaciones de la sentencia, preparaba su defensa.
A propósito de esto, y habiéndose infiltrado los policías nacionales en colectivos vinculados a los movimientos sociales, parece que la izquierda ha tropezado —una vez más— con el debate entre nación y clase. Los colectivos afectados son los que son y es innegable que, no siendo organizaciones criminales en ningún caso, España envía policía por motivos ideológicos y posiblemente con el pánico social en estas organizaciones como último fin. Hay una parte de la izquierda a la que esto le ha bastado para reducirlo a una cuestión de eje social, como si algo de lo que sucede en la vida política del país pudiera desprenderse del eje nacional. Cuando esto —y teniendo en cuenta que ha habido policía nacional infiltrada en estos términos en otros puntos del Estado— no quiero decir que lo que ha hecho el Estado español en Catalunya lo haya hecho con la cuestión nacional como único móvil. El objetivo han sido los colectivos vinculados a la izquierda porque, entre otras cosas, la variedad y pluralidad de estos movimientos sociales permite una militancia en varios frentes y un control más amplio de la información. La cuestión nacional no ha sido el único móvil, pero siempre es uno de ellos. Siempre es un móvil más a la hora de justificar la vulneración de derechos —para decirlo a la convergenta manera— de los catalanes.
Ni la vida, ni la dignidad e intimidad sexual valen nada a ojos del Estado español, sobre todo cuando se trata de los catalanes
Después de esto —aderezado con la desclasificación de los documentos que confirman que el imán de Ripoll era confidente del CNI—, la sensación es que nada vale nada. Ni la vida, ni la dignidad e intimidad sexual, ni la libertad de organizarse para militar en según qué movimientos valen nada a ojos del Estado español, sobre todo cuando se trata de los catalanes. Responder a esto con sentimentalismo, con moralismo y con victimismo desde la política no le hace ni cosquillas a la conciencia o la moral de quien tiene el poder en sus manos. No estamos en posición de señalar ningún límite ni de reflexionar en torno a la necesidad de ponerlos, porque no depende de nosotros: es naif pensar que podemos pactar los términos en los que nos reprimen.
Politizar la victimización sería el primer error a la hora de construir un discurso político de confrontación, porque nos inmovilizaría de nuevo en una manera de hacer política que trata al adversario en función de cómo debería hacer las cosas, y no en función de cómo las hace o de cómo está dispuesto a hacerlas. Este ha sido uno de los errores nucleares del discurso del procés y de cómo Catalunya ha escogido vincularse a España a lo largo de su historia. La redención que nuestra clase política ofrece sistemáticamente al Estado español por sus prácticas mafiosas va incluso más allá de esto: los partidos que se llaman independentistas —y que decían querer la independencia aludiendo, entre otros, al déficit democrático de España— hoy dan apoyo y estabilidad parlamentaria a los artífices de todas y cada una de las estrategias que se han tejido para asimilarnos. Ahora hablamos de tácticas policiales contra la disidencia política, pero los últimos quince años están llenos de cosas y cositas que, ingenuamente, aquí nadie quiere —ni ha querido— ver venir.