El miedo a la sustitución étnica es universal. La inmigración preocupa en todas partes y casi nunca se debate sobre ello serenamente. Los prejuicios de unos y los tabúes de la corrección política de otros son como el tapón de un cava que cuesta descorchar. La fuerza empleada para destapar la botella agita el líquido y esto provoca que cuando se consigue abrirla salga disparado un chorro de espuma. Nadie quiere hablar de la inmigración con un poco de calma. Los juicios de valor son previos. Catalunya no es ninguna excepción. La red X, un foro cada día más agreste porque no se debate con un mínimo de cortesía, es el escenario de batallas campales sobre la decadencia de occidente y, en especial, de Catalunya, por la avalancha inmigratoria que descompensa los equilibrios étnicos de una sociedad que, si ha crecido demográficamente, ha sido gracias, precisamente, a la inmigración. La geógrafa Anna Cabré lo demostró hace muchos años en un libro imprescindible, El sistema català de reproducció (1999), a partir de los cálculos de natalidad y fecundidad desde 1900. El debate es siempre el mismo: cómo compatibilizar la llegada masiva de población foránea, venga de donde venga, con la catalanidad. Si me dirigiera a un público académico, estaría obligado a definir de una forma muy precisa en qué consiste esa catalanidad, pero en un artículo periodístico basta con una definición estándar sobre el hecho de ser catalán: lengua, costumbres y tradiciones.
A “Parlem clar”, un artículo que publiqué el 29 de diciembre de 2017, afirmé que los ciudadanos de Catalunya “somos un solo pueblo, sí, en cuanto que todos somos catalanes, pero nacionalmente no es del todo cierto”. ¿Por qué afirmé algo así? Pues porque en pleno debate soberanista, pasado el 1-O y en un momento de desconcierto, quería reflexionar sobre por qué el independentismo no había conseguido derrotar aplastantemente al unionismo. Mi tesis era —y es— que entre los que defendían que había que ensanchar la base ideológicamente y los que solo se decantaron por el independentismo a raíz del agravio económico, se había perdido la nación. La desnaturalización del país como resultado de una baja natalidad y de una inmigración masiva es el meollo de la discusión. El españolismo se escandalizará cuando lea esto, pero si en vez de hablar de Catalunya, estuviéramos hablando de España, entonces asentirían sobre lo dicho sin hacer aspavientos. Todas las naciones tienen el mismo problema. Puesto que Catalunya es una nación histórica, diga el que diga el españolismo, y, además, el nacionalismo ha sido uno de los factores de su modernidad, como ha ocurrido en otros lares, los problemas que tiene son los propios de una sociedad avanzada. Pero para mí, el problema no es que los catalanes no tengan hijos y que los primeros alumbramientos en Catalunya este 2024 sean hijos de parejas inmigradas, sino como conseguir que estos nuevos ciudadanos de Catalunya, que en su partida de nacimiento dirá que son españoles, adopten la catalanidad.
En un tuit reciente, que repite lo que ya ha planteado anteriormente, el profesor Manuel Delgado se preguntaba si un “inmigrante” lo es para siempre jamás. Si la condición de inmigrante es hereditaria y, por lo tanto, que las personas que mucha gente denomina “inmigrantes de segunda o tercera generación” son inmigrantes, y no catalanes, de por vida. ¿Cuándo se deja de ser inmigrante? Si fuéramos un estado, la respuesta sería fácil, porque podríamos recurrir al argumento burocrático por saber quién es y quién no es ciudadano del país. Pero la nacionalidad es algo más complicado que el que pone en un trozo de papel. Por eso siempre me burlo de los que para asegurar que soy español me recriminan: “¿qué pone en tú DNI?”. Son los mismos que niegan la condición de españoles a los inmigrantes de primera, segunda o tercera generación, aunque tengan papeles, o tengan un DNI en regla, porque ya han nacido a la península. Es curiosa esta doble vara de medir. A mí me discriminan por mi catalanidad en un estado que no reconoce oficialmente la plurinacionalidad, y a ellos los discriminan, por hablar de la discriminación más vistosa, porque arrastran una tradición religiosa que choca con el laicismo democrático. Otra cosa es cuando el islamismo radical quiere invadir el espacio público con unas normas que violentan los derechos fundamentales. En este caso no hay discusión posible, porque estamos hablando de delincuentes a los que hay que perseguir. Lo que quiero decir es que, así como hay catalanes cristianos, también hay catalanes musulmanes, catalanes judíos o catalanes sijes. Del mismo modo, hay catalanes blancos, negros, mulatos o de cualquier otro fenotipo. El problema no es la diversidad religiosa, la étnica o el color de la piel. Al contrario, el hecho de reconocer la diversidad cultural, religiosa y lingüística es la solución que previene los conflictos. Los jacobinos se escandalizan ante un planteamiento como este, pues combaten la diversidad con la uniformidad, que es una forma de totalitarismo tan nocivo como cuando los dictadores pretenden imponer la unanimidad de pensamiento. Todos los conflictos nacionales derivan de eso: de la intolerancia sobre la diversidad identitaria grupal o individual. Evitarlos depende de las políticas que se adopten.
El problema no es la diversidad religiosa, la étnica o el color de la piel. Al contrario, el hecho de reconocer la diversidad cultural, religiosa y lingüística es la solución que previene los conflictos
Años atrás, cuando yo era director de Unescocat, el Centro para la Unesco de Catalunya, apadriné la constitución de la Comunidad Sij de Catalunya en un pabellón situado en el barrio de San Andreu de Barcelona. Fue una experiencia muy bonita. Me cubrí la cabeza con un pañuelo, porque esta es su tradición. A pesar de ser yo agnóstico, lo hice por educación, porque hago lo mismo y sigo las muestras rituales cuando leen el evangelio en una misa de difuntos. Es una simple cuestión de respeto por quien te invita. Ahora bien, jamás admitiría que me obligaran por fuerza a vestir de una forma determinada o a observar unas tradiciones en las que no creo ni creo que se puedan imponer. Los sijes, como los bahaíes, una comunidad religiosa persa perseguida por el islamismo de los ayatolás iraníes, no imponen su religión. La viven íntimamente y buscan el diálogo inter-religioso, muchas veces en oposición a las jerarquías de las grandes religiones monoteístas, especialmente la católica y la musulmana. Puesto que la religión es una fe privada, se trata de regular sus manifestaciones públicas, pero es imposible que sirva para compartir la catalanidad. El espacio de convivencia entre catalanes es otro.
En una entrevista de Nil Boladeras a Gagandeep Singh Khalsa, portavoz de la Comunidad Sij, el entrevistador le pregunta hasta qué punto la lengua catalana era importante para la adaptación de los sijes en Catalunya. “Yo hablo siete lenguas —responde el entrevistado—, pero nunca me he sentido en ninguna parte como me siento en Catalunya cuando hablo en catalán. En ninguna otra parte he visto un sentimiento tan fuerte por una lengua. Cuando la gente me oye hablar en catalán se quedan con la boca abierta, me dan besos, me dan las gracias, se emocionan. Esto es precioso, no lo había vivido antes. El hecho de que la gente reaccione así te anima a continuar aprendiendo catalán. Os entendemos perfectamente, pues los sijes también tenemos una lengua, el punyabí, y una cultura propia que el gobierno central [indio e hinduista] querría eliminar; hemos vivido lo mismo”. Tener las mismas experiencias genera empatía. Sentirse estimado y respetado todavía lo hace todo más fácil. ¿La catalanidad es la lengua y la moreneta? Pues yo disocio una cosa de otra, sin obviar, porque tengo un poco de cultura, las raíces cristianas, judías y musulmanas de un territorio que empezó a formarse al romper con la dependencia carolingia y posteriormente al expandirse territorialmente hacia el sur y las islas adyacentes combatiendo el dominio árabe. Esta es nuestra historia y no podemos inventárnosla, ni tampoco mitificarla, al igual que nadie puede pretender afirmar que el catalán no sea la lengua propia de todo el dominio lingüístico, de Salses a Guardamar y desde Fraga hasta Maó. El catalán, el valenciano o el mallorquín y el menorquín, tanto da el nombre que designe la misma lengua, solo lo hablamos nosotros y los recién llegados que la adoptan.
Adaptarse. Esta es la fórmula. Todo proceso de adaptación se hace mediante la acomodación de un individuo, un grupo o una colectividad en una comunidad preexistente. No se trata de disolverse en una nueva identidad si uno no lo elige voluntariamente (y tengo muchos amigos que lo han hecho), pero sí que hay que adaptarse a ella. Los primeros catalanes nacidos en Catalunya este año, el año pasado y el otro son hijos de inmigrantes. Esos niños ya no lo serán. La cuestión es otra, mucho más importando que empecinarse a repetir que Catalunya es un pueblo decadente porque los catalanes de “verdad” no tienen hijos. Esto ya era así en 1964, según Cabré, dado de que entonces un 50% de catalanes lo eran de nacimiento y el otro 50% eran producto de la inmigración. La constante se mantiene en el siglo XXI. La cuestión es cómo transmitimos la catalanidad y la socializamos par que los nacidos en Catalunya con padres inmigrantes la adopten con naturalidad y la lengua catalana sea el carné de identidad del recién llegado. “Catalunya será integradora o no será”, vaticinó el maestro Josep Termes. Hasta el día de hoy ha sido así. Debemos seguir la misma senda, porque la mayoría de los catalanes están muy predispuestos. Según un estudio del CEO del 2019 sobre cosmopolitismo y localismo, entre las circunstancias que los encuestados consideraban importantes para considerar que alguien es “verdaderamente catalán”, destacaban dos: “sentirse catalán” (42,9%) y “poder hablar catalán” (34,1%). La que menos importancia tenía era “ser católico” (3%).
La “Cataluña sin catalanes”, desnaturalizada, dicho con el dramatismo populista propio de los islamófobos, solo se endereza con políticas de inmigración propias y con una promoción de la lengua que no sea folclórica. Para empezar a poner las cosas en su lugar, primero hay que reconocer que la inmersión ha sido un fracaso que, además, desde la aparición de Ciudadanos, es atacada por el españolismo para acabar con la lengua y la cultura catalanas desde dentro y parar la resiliente “máquina de fabricar” catalanes. Se equivocan los que quieren repetir los argumentos del demógrafo Joan Antoni Vandellós (1899-1950) de los años treinta del siglo XX sobre la decadencia de Cataluña por culpa de la inmigración. Les recomiendo un artículo de Andreu Domingo que puede ayudarles a entender qué pensaba este buen hombre. Él hablaba de los murcianos y los que ahora recuperan su tesis se refieren a los inmigrantes de todo el mundo. El cliché es el mismo. Entonces y ahora la solución para cohesionar una Cataluña mestiza, impura, como diría mi amigo Lluís Cabrera, es política. El problema que tiene Cataluña es que no tiene instrumentos de verdad para implementar políticas de adaptación nacional, porque solo los tendrá con la independencia. Llevamos demasiados años mintiéndonos desde un racismo implícito que no queremos reconocer, tanto si señalamos a los “moros” como a los “expats”, dotados de unas mochilas ideológicas, de derechas y de izquierdas, impregnadas de tópicos. La extrema derecha se beneficia de ello.