Señalo a Ione Belarra en el titular porque es ella quien ha protagonizado los exabruptos más indecentes, pero podría hacerlo con Irene Montero o con Pablo Iglesias, o con el resto de la pandilla progre-woke que ha levantado el grito contra el acuerdo de Junts con el PSOE para conseguir las competencias integrales en materia de inmigración. Los ataques contra Puigdemont, Turull, Nogueras y la totalidad de Junts han sido tan sucios y han aumentado tanto de decibelios, que es inevitable referirse a ellos, a pesar de la inmensa pereza que da hablar de toda esta gentecilla.
De entrada, la previa obligada: el acuerdo que acaba de firmar Junts con el Gobierno es el traspaso de competencias más importante que ha conseguido Catalunya desde el Pacto del Majestic, y lo supera sobradamente. Se trata de una pizca de soberanía que en España ha sido percibida correctamente como lo que es: una auténtica estructura de Estado. Por eso ha habido tanta histeria en los micrófonos y tanto ruido en las declaraciones políticas, porque ciertamente se trata de una cuestión de fondo, tanto conceptualmente, porque permite gestionar un modelo propio de inmigración, como por las herramientas que lo facilitarán, desde la ventana única, hasta el control de fronteras o la capacidad de dar permisos o decidir expulsiones. Con el añadido de enorme trascendencia de considerar el catalán una condición sine qua non para otorgar la residencia. Ninguno de los muchos acuerdos que los partidos catalanes han suscrito a lo largo de los años tienen la trascendencia de este, de manera que esta vez los patriotas españoles patanegra tienen motivos sobrados para estar indignados. Obviamente, no es un peldaño en el camino de la independencia, entre otras cosas porque la independencia no vendrá vía acuerdos, sino vía urnas, pero es indiscutible que dota Catalunya de una soberanía primordial y la prepara para ser Estado algún día.
Si el acuerdo es importante, lo es igualmente el motivo para conseguirlo: el derecho que tiene toda nación a dibujar un modelo propio inmigratorio y a gestionarlo de manera adecuada. Un derecho que ha sido una vocación ancestral de país, primero porque históricamente somos tierra de paso y hemos vivido grandes inmigraciones a lo largo de los siglos. Y segundo, porque siempre que Catalunya ha podido, ha planteado conceptos inmigratorios democráticos e integradores. El ejemplo más próximo es el "som sis milions" del pujolismo, que estableció las bases de una Catalunya de todos, a pesar de la complejidad de la llegada de centenares de miles de personas que venían de otros lugares. Tanto el soberanismo político como su derivada independentista son incuestionables en su concepción democrática y solidaria con respecto a la inmigración y, como nación plena, tenemos la vocación de poder gestionarlo adecuadamente.
Ha sido un espectáculo demagógicamente chapucero, bruto de fondo y forma e inequívocamente catalanófobo, con una dialéctica de desprecio a nuestra sociedad que ha sido repugnante. Y todo planteado desde una soberbia moral tan ridícula que se volvía patética
A partir de aquí, también es cierto que hay que plantear el tema con rigor y sin buenismos naifs que solo empeoran los retos que la inmigración plantea. Especialmente, el actual alud de personas, a menudo provenientes de culturas muy lejanas y con retos religiosos e ideológicos de enorme dificultad. Por ejemplo, es evidente que hacen falta planteamientos serios en materia de integración democrática, ante el reto de la ideología salafista con la que comulgan muchos inmigrantes musulmanes. Y también es una cuestión primordial la integración lingüística, si no queremos que el catalán se minorice a gran velocidad. Al mismo tiempo, también hacen falta medidas responsables con respecto a la inmigración ilegal y las cuestiones de seguridad que se derivan de ella. Pero toda esta complejidad que la inmigración plantea solo puede gestionarse adecuadamente si se tienen los mecanismos de gestión y soberanía que exigen.
Si esta es la cuestión, resulta francamente muy difícil de entender el ataque de envidia que le ha dado a una parte de la izquierda española, con Podemos al frente de la Santa Inquisición, que ha salido en procesión blandiendo autos de fe contra la gente de Junts. Todavía es más peregrina la cosa cuando Junts no lo ha pedido para su partido, sino para Catalunya, nación que todo el mundo sabe que ahora gobierna el PSC. Es decir, ha ganado unas competencias primordiales que gestionará Illa, y no Puigdemont, cosa la cual añade rigor y coherencia al comportamiento del partido. Aun así, las Belarras de turno han gritado anatema desde sus tribunas públicas y la acusación de "racismo" se ha cernido sobre todos los catalanes. Si Catalunya pide inmigración, parece que es porque somos un grupo de racistas y xenófobos —esta también nos ha caído encima— que queremos expulsar a la gente.
Uno del partido Más Madrid llegó a decirme el otro día en casa de Risto Mejide que con esta competencia los andaluces y extremeños que vinieron a Catalunya en los años 60 habrían tenido vetada la entrada. Y se quedó tan ancho. Ha sido un espectáculo demagógicamente chapucero, bruto de fondo y forma e inequívocamente catalanófobo, con una dialéctica de desprecio a nuestra sociedad que ha sido repugnante. Y todo planteado desde una soberbia moral tan ridícula que se volvía patética. Al mismo tiempo, los ataques directos a personas del rigor y el talante democrático de un Carles Puigdemont o de un Jordi Turull —además, víctimas de represión antidemocrática— o de una Míriam Nogueras solo pueden ser tildados de indecentes. Sin duda, con esta cuestión Podemos ha dado un paso más en su viaje hacia el dogmatismo exacerbado, y cada vez más intolerante. No hace falta decir que los que más han aplaudido su reacción han sido los de la patulea españolista, Vox incluida, encantados de ver cómo Podemos les hacía el trabajo sucio. Cosa, además, que no es nueva en la historia. ¿O no han sido la quinta columna contra nuestros derechos muchas veces? ¿Recordamos a Ada Colau? ¡Ale, a llorar a la llorería!